E l siglo XX surge de una guerra „la de 1914„ y termina con el hundimiento del Imperio Soviético en 1989 y el eclipse de Europa como actor relevante en la escena del poder mundial. Entre medio se sitúan los experimentos de la utopía „¿cuál no fue sangriento?„ con sus millones de muertos, perseguidos y deportados. Sin duda, los relatos culturales determinan la lectura que hacemos del pasado. Los nacionales, por ejemplo, ganaron militarmente la guerra civil del 36, pero perdieron la batalla de la memoria histórica. Con la caída del telón de acero se clausuró la bipolaridad capitalismo/comunismo para caer en el estrecho callejón de un relato único, el del final de la Historia, que dictó Fukuyama.

En Cataluña, otra narración monocorde vende la patente falsedad de una democracia española agresiva „y, por tanto, carente de cualquier tipo de legitimación„ frente a los beneficios indiscutibles que ha aportado el autonomismo. Michael Ignatieff ha analizado con rigor el patológico «narcisismo de las pequeñas diferencias» que afecta a los nacionalismos, sean de uno u otro signo. No creo que se trate tanto de una dinámica tribal como de un mecanismo de defensa ante la indudable complejidad de las sociedades abiertas.

En un mundo cambiante que carece de vínculos estables „ni el trabajo ni la familia ni la religión ocupan ya ese lugar central„ las narrativas identitarias aspiran a convertirse en el elemento que aglutine de forma absoluta a la sociedad. No deja de ser una herencia de la mentalidad romántica y decimonónica que creía a pie juntillas en el mito de las «esencias nacionales», junto a su batería de ideas preconcebidas y prejuicios.

Cabe suponer sin embargo que, a medida que entremos en el siglo XXI, las posturas excluyentes irán perdiendo protagonismo frente a la evidencia más noble de las sociedades abiertas, es decir, la aceptación de que nuestra identidad es múltiple y transversal. Si pensamos en términos históricos, nos daremos cuenta de que la realidad nunca es lineal, la libertad guía de una forma imprevisible y sólo el maniqueísmo de brocha gorda „tan habitual en la propaganda política„ se atreve a plantear un relato unívoco del presente.

Un buen ejemplo es la I Guerra Mundial „de la que en 2014 se cumplirán los primeros cien años„ que determinó todo el desarrollo posterior del siglo XX. ¿Por qué estalló? ¿Quién prendió la chispa definitiva? ¿Fueron las ambiciones imperiales de Prusia o, como cree el historiador Niall Ferguson, debemos acusar a Gran Bretaña? ¿Se trata acaso de una consecuencia del funambulismo irresponsable de los dirigentes europeos, como sostiene Christopher Clark en su reciente y documentado ensayo The sleepwalkers?

En efecto, no lo sabemos muy bien y quizá nunca lleguemos a saberlo. Pero tampoco lo necesitamos, aunque sí debamos aprender de los errores pasados. La pluralidad interna de los relatos no del todo resueltos casa bien con las sociedades poliédricas, al igual que lo hace la neutralidad de las instituciones, la articulación civil, el libre comercio o el derecho a la propiedad. Una narrativa de la inteligencia tenderá a la complejidad y al trabajo en red. Básicamente como el presente que ya empieza a definirse.