Más allá de cómo termine el proceso soberanista catalán (Rajoy confía en que muera por sí solo, a partir de las contradicciones de los partidos catalanes, pero no tiene en cuenta que Mas parece vincular su suerte al proceso, sin importarle mucho lo que le suceda a CiU), dos cosas están claras: habrá una reconfiguración del mapa político y todos los movimientos denotan un importante condicionante económico, que explica las posiciones de cada actor. Y es que el actual reparto de la miseria ha abierto grietas en los dos partidos mayoritarios, a rebufo del debate soberanista. Cuando Sánchez Camacho acudió a pedir a sus correligionarios un modelo de financiación para Cataluña que limitara la solidaridad territorial, volvió a Barcelona con el rabo entre las piernas, tras las protestas de los barones de su partido (como el de Madrid pero, sobre todo, los de las regiones que salen beneficiadas con el sistema).

Algo parecido sucedió la semana pasada con la votación sobre el derecho a decidir, que puso de manifiesto (nuevamente) la división entre el PSOE y el PSC. Encabezados por la federación andaluza (y por líderes territoriales como los de Extremadura y Asturias), los socialistas apoyaron las tesis de UPyD, aunque fuera a costa de dejar mal a sus compañeros catalanes. Otra vez, diputados pertenecientes a zonas donde se recibe más que se aporta.

La solución es difícil. Es posible (no seguro) que una tercera vía (donde Cataluña lograra una situación semejante al concierto vasco) pudiera ser aceptada por una mayoría de catalanes. Pero si, ante cuestiones menores, tanto PP como PSOE han empezado a romper sus costuras, crece la posibilidad de que una mayoría catalana decida no repartir nada.