La vida no se mide por las veces que respiras, sino por aquellos momentos que te dejan pasmado y sin aliento. Uno de estos fue el del accidente del metro de Valencia, cuya huella, por desgracia, y para vergüenza de algunos, todavía sigue fresca y helándonos el alma. Así las cosas, nunca estaremos seguros de si la próxima estación en la que nos apearemos, al final de la curva, será la de Colón, Jesús, los Campos Elíseos o el Tártaro.

Si nos atenemos a las convenciones, el metro está definido como la unidad de medida de la longitud. Pero, sin duda alguna, desde aquél fatídico día de julio de 2006 en el que murieron tantas personas atrapadas en unos vagones de tren, el Metro de Valencia se ha convertido en el patrón a partir del cual se puede medir la insensibilidad, la iniquidad y la ineptitud de nuestros gobernantes.

Para el común de la ciudadanía sigue sin entenderse que el asunto se haya dado por zanjado, concluido sin solución y que no se le quiera dar ninguna salida. Resulta sospechoso que algo tan tremendo y de tanta trascendencia se ventilase de modo tan rápido aduciendo a un exceso de velocidad como única causa y atribuyendo al conductor fallecido la única responsabilidad posible. El reciente suceso ocurrido este pasado verano en Santiago, en el que el conductor sí que sobrevivió, es demasiado similar como para pretender apartar las miradas de otras posibles competencias. En ambos casos, parece ser que unas balizas habrían podido evitar los accidentes. Por tanto, y sin necesidad de ser ningún experto sino simplemente aplicando el sentido común, no deja de ser sorprendente que solamente se diera por válido lo obvio, es decir, la culpabilidad del conductor, y no se abrieran más líneas de investigación. Es demasiado evidente, por lo que puede ser absolutamente engañoso que toda la culpa sea de los que manejan el convoy.

En Valencia, como en Santiago, el tren entró a más velocidad de la debida en una curva. Las autoridades, de inmediato y para eludir responsabilidades, echaron la culpa al maquinista. La investigación terminó ahí y se archivó el caso. Con el maquinista muerto, y su secreto en la tumba, fue declarado como el único culpable y, con esto, dieron el asunto por resuelto. Pero queda aún mucho por aclarar.

Según nos cuentan -que tal vez pudiera ocurrir que no fuera otra cosa más que mentiras- los trenes, los trayectos y las vías tienen dispositivos de seguridad que están diseñados e instalados precisamente para que todo no dependa del conductor. Esta particularidad es la que hace que nos sintamos tranquilos al viajar, ya sea en un vagón de metro o en un tren de alta velocidad. Mientras no ocurre nada, nadie cuestiona nada y todo va sobre ruedas. Ahora bien, en el momento en que se produce el accidente, queda demostrado que nada es perfecto. Una nefasta combinación de circunstancias puede desencadenar el cataclismo.

Todo esto nos hace pensar que mientras viajemos sin tener la certeza de qué es lo que nos espera al final de la curva, nuestras vidas no serán más que una lotería a merced de personas descerebradas, balizas y otros mecanismos, mantenidos y gestionados por incompetentes sin alma ni vergüenza.