Zizek corre el riesgo de ser tan citado como Bauman. Su estilo algo brusco, vehemente y, en definitiva, vitalista rompe con el tópico del filósofo que, imperturbable e instalado por encima del bien y del mal, sienta cátedra desde su sillón de obispo. Para empezar, pone del revés conceptos que, para la mayoría, resultan intocables, casi sagrados. La tolerancia es uno de ellos. Concepto éste muy resbaladizo, como el de solidaridad. Ambos han sido beatificados por los obispos de la progresía. No todo es tolerable, como tampoco la solidaridad es una actitud siempre benéfica. Pues uno puede solidarizarse con lo más cruel y abyecto. Uno se solidariza siempre contra algo o alguien. La tolerancia tampoco se salva de la quema. El exceso de tolerancia degenera con facilidad en el todo vale y en la desidia intelectual.

Zizek ha hecho de la ortodoxia una suerte de aventura. Hoy en día su ortodoxia resulta mucho más heterodoxa y audaz que la pretendida heterodoxia de los izquierdistas de salón, que piden lo imposible porque saben que eso que exigen nunca puede ser atendido ni resuelto. Exigir pleno empleo, el regreso del Estado benefactor y papeles para todos los inmigrantes no es más que una estrategia algo perversa, una forma de revelar la impotencia del amo, según palabras de Zizek. Todos sabemos que estas exigencias no pueden cumplirse y, sin embargo, se exigen. ¿Por qué se exigen? Por un lado, para poner en evidencia la impotencia de los gobernantes y, por otro, porque los que exigen lo imposible pueden dormir tranquilos, ya que en el fondo esperan que sus propias exigencias nunca tengan éxito. Lo interesante de su tesis radica en que, en realidad, estos críticos de salón en el fondo no quieren ver cumplidas sus demandas. De este modo, pueden seguir conservando impoluta su santa conciencia radical, además de su posición de privilegio. Estos críticos radicales de salón temblarían de miedo si sus demandas se viesen cumplidas. Su fanfarronada quedaría desenmascarada y al pairo.

Hay una diferencia demasiado descarada entre su discurso y su posición en la vida. Ahí está, por ejemplo, Rubalcaba desempolvando toda la fraseología marxista cuando habla de acoso y derribo de los sindicatos. Pura pose de hombre indignado que quiere ahora, justamente ahora, defender a la clase obrera. A buenas horas, sobre todo cuando los sindicatos más destacados están bajo sospecha. No es lo mismo ser crítico con todas las de la ley y arriesgando el tipo en el intento, que pretender pasar por crítico radical. Las palabras son muy ligeras, arden en nuestras bocas indignadas, pero en el fondo se teme que todo eso que reclamamos, por ejemplo, una democracia directa o total, resulte ser en verdad un auténtico torbellino, un tsunami que acabe por arrastrarnos al abismo.

No es fácil ajustar las palabras a la realidad, que coincidan discurso y vida, teoría y práctica. Pero hay que vigilar nuestro discurso para que éste no acabe siendo una apología de aquel poético hallazgo del 68: seamos realistas, pidamos lo imposible. Más que nada porque ya hemos perdido la ingenuidad y, si la hemos perdido, entonces el lema en cuestión no es más que un ejercicio de cinismo, una broma de mal gusto. Una pose que ha perdido toda credibilidad y gracia. Porque en ese pedir lo imposible subsiste, de hecho, una voluntad secreta en que nada de lo exigido se cumpla, y una certeza de que jamás se cumplirá. De esta manera, la conciencia queda intacta, limpia de polvo y paja, a salvo de cualquier mancha de conservadurismo, cuando en verdad no puede ser más conservadora, de un conservadurismo no declarado, hipócrita. Ésa es la izquierda académica que denuncia Zizek, filósofo de pensamiento fuerte y nada complaciente, pues harto quedó de radicales de salón, tertulia y pantufla.