Parece contradictorio que los tribunales condenen a los partidos políticos por recibir donaciones privadas y sean indiferentes al latrocinio de dineros del contribuyente que consuman casi todas las televisiones autonómicas. No hay una sola norma legal que legitime el despilfarro multiplicador de los presupuestos que aprueban los parlamentos regionales, razón que ilegaliza por sí sola el gasto sobrepasado y convierte a sus responsables en delincuentes presuntos. Si es necesario llegar a la elefantiasis de la radiotelevisión valenciana para romper el proceso y tomar conciencia de su enormidad, es que el país y su democracia estan más enfermos de lo que vemos, que ya es mucho.

Un gigantismo de crecimiento canceroso, un ERE mal formulado y su anulación en tribunales, seguidos del cierre «patronal» innegociable, son las fases de lo que ahora desemboca en escandalosa catarsis, sin soluciones para la victima de siempre: un cuerpo profesional y laboral que no se coló en el medio a la zorruna y con nocturnidad, sino que entró requerido y contratado por el patrón.

Es más que una hipótesis el que, de no mediar la crisis económica, no hubiéramos tenido noticia de ERE, ni de cierres. O sea que la administración autonómica de Valencia seguiría malgastando a lo loco el dinero de los contribuyentes, con su cortejo de presuntas mordidas, favores, clientelismo y demás. Aunque demorado, el crac final sería el mismo, lo que significa que las administraciones públicas no son tan solo víctimas de la crisis llegada de afuera, sino causantes en muy alta medida. Y lo más negro es que esos derroches bufo-faraónicos no tienen justificación alguna. La RTVV tenia un índice de audiencia miserable y había perdido todos los argumentos justificatorios, desde el de servicio a una lengua diferenciada, que otras alegan con mayor verosimilitud, hasta el de entretener simple y llanamente. Por las razones que fuesen, ese medio carisimo, capaz de reventar por si solo la fiabilidad económica de una de las principales autonomías del Estado, no recibía sino desprecio por parte de quienes lo pagaban a su pesar.

Y ahí está la contradicción que criminaliza a sus autores o, por lo menos, hace de ellos sujetos justiciables: gastar muy por encima de lo que autorizan los órganos representativos, carecer de argumentos para justificarlo y abolir de un plumazo, sin debates ni votaciones, aquello que la torpeza ha hecho insoportable, conculcando derechos laborales que están muy por encima de todas las discrecionalidades políticas. ¿Es esto menos grave que aceptar donaciones en metálico para una campaña, si no conllevan contraprestaciones? No lo parece, y, sin embargo, ni otras autonomías, ni partidos distintos del responsable de este caso concreto alzan la voz ni exigen consecuencias. Todos aspiran a mandar y nadie está exento de error. Hoy por tí, mañana por mí: los fallos de gobierno no se pagan ni siquiera en dimensiones como la valenciana, que no es exclusiva del gobierno de Alberto Fabra sino que viene de los anteriores, demasiada tela para un traje a rayas. Todos ellos han hecho lo mismo: arrimar sumas ingentes devengadas por el pueblo a un instrumento de propaganda unilateral que pasa de devolver un fruto proporcionado y solo desprecio merece del pueblo que paga. Ahí están la raiz, el tronco y las ramas de esta sordidez, esta vergüenza que debería mover a reflexión a los demás tinglados televisuales. Pero no moverá nada, y así hasta el siguiente crac.