En este fin de semana madrileño, mientras esquivo los montones de basura de las grandes avenidas, me pregunto cuánta gente será consciente de que este paisaje urbano, propio de una ciudad tercermundista, es el precio a pagar por cosas como la bajada de impuestos que anuncia el presidente de la Comunidad de Madrid. También me pregunto cuánta gente habrá escuchado a la señora Botella decir que, como alcaldesa, no puede intervenir en un conflicto que, según ella, es meramente privado. Ahora identificamos la doble finalidad de la política de externalizaciones y privatizaciones que impulsa el PP. No solo se trata de firmar contratas con los amigos, sino también de esquivar toda responsabilidad en la gestión.

¿Pensará alguno de mis vecinos que esta es la consecuencia de poner al frente de la primera ciudad de España a una persona cuyo mérito político es el oportunismo personal? Las preguntas no dejan de venir a mi cabeza, como el olor de la porquería a mis narices. ¿Tendrán éxito estos infames políticos en comprar la voluntad de los votantes con una bajada de impuestos? ¿Lograrán que olvidemos por unos pocos euros la ruina de todas las dimensiones públicas?

No crea el lector valenciano que hablar de Madrid es hablar de algo ajeno. Hoy sabemos cuál es la política del PP en Madrid, como sabemos cuál es la política del PP en Valencia. Poner todas las instituciones públicas al servicio de intereses privados. Si no, cerrarlas. Madrid es el modelo. Valencia, el aprendiz. Lo ha sido desde el principio. Aquí, en esta ciudad sepultada en la basura, está la clave de lo que pasa en esa Valencia que ve cómo se viola de forma autoritaria la ley de RTVV como único remedio a la propia incompetencia para manejar el Estado de Derecho. Estos políticos sin ideales no suelen recurrir a los gestos autoritarios, porque para privatizar no son imprescindibles. Pero cuando es necesario, se comportan como si la única ley fuera su arbitrio. Conviene que el lector valenciano se pregunte cuáles serán los pasos siguientes. Por ejemplo, hacerse esta pregunta: ¿cómo se entiende que por decreto de un individuo que nadie ha elegido, un subrogado de la señora Aguirre, un tal señor González, se decida que los precios de las matriculas de la universidad pública madrileña, que se hunde por la asfixia económica que produce sus recortes, sean más elevados que los precios de las universidades privadas?

Como no pueden privatizar la gestión de la universidad, como quieren hacer con los hospitales, al menos pueden elevar los precios para que la universidad pública no sea competitiva con la privada. ¿A quién beneficia esto? A los círculos de intereses que rodean las universidades privadas, los mismos que se benefician de las transferencias de recursos públicos a sus centros concertados. El caso es que así, por mero cálculo económico, los estudiantes se van a las privadas y las públicas pierden alumnos. Suben las tasas, pero tienen menos recursos. Da igual que las privadas sean centros sin control de calidad del profesorado. Da igual que la universidad pública, la clave del prestigio de un país moderno, se hunda. Estos que tienen la palabra España en la boca a todas horas, se encargan de destruir todo lo que puede hacer de ella una realidad respetable. Uno, en los momentos de desolación, cree que estos dirigentes aman España solo porque es suya. De la otra España, de la verdadera, de la gente española, sólo quieren saber qué pueden sacarle.

Por eso es preciso acabar con esta política desvergonzada y rechazar este tipo de político filibustero, corsario, incapaz de reconciliarse con una idea política digna. Por eso, mientras me alejo de los contenedores incendiados y de las papeleras volcadas, me pregunto si los ciudadanos que sienten estos problemas estarán pendientes de las discusiones de la Conferencia Política del PSOE; si habrán logrado asociar lo que se ha discutido en el Palacio de Congresos con lo que padecen a su alrededor, con lo que sufren sus enfermos, sus hijos, sus ancianos, sus parados, con el dolor que se respira en sus talleres, sus aulas, sus hospitales, sus parques, sus instituciones.

Y me temo que no ha sido así. La decepción política es mucho más profunda de lo que nadie se atreve a pensar y la gente se ha preparado para sobrevivir como sea, sin contar con los políticos. Se dice que es desafección. No se atreven a decir la verdad: es desprecio. El país sufre sin límite, pero no quiere esa cuota de sufrimiento adicional que padecemos los que nos preocupamos por la cosa pública. Ese masoquismo intelectual, como este mío de pasear en medio de la basura, no se puede pedir a la gente. ¿Ha servido la Conferencia Política del PSOE para que se vea que allí se juega algo relacionado con nuestro destino? ¿O más bien la mayoría ha mirado indiferente, ahogada en su naufragio, a quienes están en su roca sólida, a salvo? ¿Es un azar que el periódico El Mundo titulase en la primera de este domingo que los políticos son la primera empresa del país y que colocan a 145.000 españoles? El mensaje nítido es: en la Conferencia del PSOE se juega el destino de los colocados, como diría Carlos Cano. ¿Pero es así?

Diré mi opinión: la influencia ciudadana sobre el aparato del partido que ofrece la Conferencia del PSOE no es convincente. Sin embargo, este es el punto central. Lo que ha dejado al PSOE convertido en un partido escuálido es que el aparato ha laminado todo lo que de generosidad, de juicio, de libertad y de complejidad había en su interior. Los que un día tomamos ese carné no podemos volver a confiar en esa máquina con solo votar al candidato. Eso no es suficiente. No queremos tener que elegir entre unos candidatos cocinados no se sabe cómo en un aparato cuya lógica es tenebrosa. No. Para confiar en una máquina democrática, necesitamos votar también al secretario general y por lo menos la mitad de la lista electoral. Queremos votar equipos, no caudillos. No queremos seguir una lógica plebiscitaria. Queremos contribuir a un trabajo político, no legitimar a un promovido no se sabe por qué procedimiento. Queremos intervenir en el proceso previo de ofrecer candidatos, como en EE UU. No queremos recibir una oferta electoral, por muy bien cocinada que esté, y por muy acertada que sea desde el punto de vista material, lo que ni siquiera es seguro.

La única manera de que millones de españoles, convencidos de la necesidad de la defensa de lo público, vuelvan a confiar en el PSOE es que su voz no sea un inútil punto sobre la i de un nombre ya dictado, sino que esa voz decida el nombre completo de los representantes. Y cuando se oye a Rubalcaba decir que muchos se quejan de que con un euro y una firma se pueda tener el mismo derecho que uno que paga su cuota, sólo se me ocurre recordar que gracias a ese tipo de comprensión privada y patrimonializada del partido, éste ha merecido la desafección de la gente. Un censo de simpatizantes es una cosa muy seria. Es la clave de una ciudadanía que no da un cheque en blanco a nadie, ni se somete al mando y obediencia de una jerarquía, pero a cambio ofrece prestigio, base social e ideas, y además no lucha con las aspiraciones de los colocados ni por sus puestos. Es el índice de la mejor parte social, que quiere dar su opinión sin recibir nada.

Esa generosidad es la índole misma de la virtud política. Lo que ofrece el PSOE, sin embargo, es mezquino y lleno de cautelas. Y por eso no servirá de nada. Pues sin fuerza social, esa propuesta es un brindis al sol. Hemos aprendido que sin base social sólida un aparato de partido es oportunismo puro. Y como la gente del PP lo sabe, viven en la euforia de la impunidad. Y eso, dejar al PP en la impunidad por atender a los exclusivos intereses del aparato, es lo que la gente más consciente de este país no le perdona al actual PSOE.