La relación entre la calidad de la enseñanza y la prosperidad general de un país es compleja. En sus mejores años, la URSS gozaba de un sistema educativo acreditado y especialmente puntero en campos como las Matemáticas, la Física o las Ciencias. Las orquestas soviéticas brillaban por su precisión técnica; el ajedrez era terreno exclusivo de los mejores especialistas nacionales; los avances en la alfabetización fueron espectaculares en cuestión de unas pocas décadas. Sin embargo, la Rusia socialista jamás alcanzó los estándares occidentales de bienestar. Cuando a mediados de los años noventa Josep Prats, gestor del fondo Abante European Quality, viajó a Siberia para estudiar las oportunidades que ofrecía invertir en aquel país, se encontró con una realidad que recordaba a la divertida comedia Ninotchka, dirigida por Lubitsch: «Visité la bella ciudad de Magnitogorsk, sede de la siderúrgica Magnitogorsk Metalkombinat „nos cuenta en una entrada de su blog„ cuyo producto estrella eran los tanques que derrotaron a Hitler y que constituían una muestra muy peculiar de lo que se entiende por producción de bajo coste: no tenían coste de energía puesto que, ya que las eléctricas no les pagaban las facturas, ellos tampoco; y algo parecido ocurría con los costes de transporte y la compañía de ferrocarril».

Historias similares se podrían contar de otros muchos lugares donde el nivel educativo no casa con la eficiencia productiva ni con la racionalidad industrial. La Cuba castrista, por ejemplo; o Filipinas, un país que suma a la pobreza el mayor número de estudiantes universitarios del sudeste asiático. El caso contrario, en cambio, no es inusual: «Cuando Corea del Sur inició el despegue en 1950, su tasa de analfabetismo era superior a la de Etiopía», explica Joe Studwell en How Asia Works. ¿Qué decir de la España de la década de los 50 y 60? ¿El desarrollo fue la consecuencia de las mejoras educativas o de las decisiones políticas que facilitaron la llegada de inversiones y la apertura de la economía? Se desprende una doble moraleja: por un lado, la escuela necesita establecer lazos con el mercado „y con la industria„ para así poder desplegar su potencial y evitar que los estudiantes no caigan posteriormente en el subempleo (o se vean obligados a emigrar); por otro, en el mundo popperiano de las sociedades abiertas, la enseñanza debe insertarse dentro del gran tapiz de la globalización.

En España llevamos tres décadas tirándonos los trastos a la cabeza por las leyes educativas. Como sabemos „y no se cansan de repetirlo los informes internacionales„ la polarización ideológica sólo ha servido para perpetuar unos precarios resultados académicos, lejos de las medias de la OCDE. A pesar de ello, España ha logrado ensanchar de un modo notable las bases del bienestar y modernizar su economía. En comparación con el pasado más reciente, cabe preguntarse qué papel desempeñará en las próximas décadas la calidad del sistema educativo. Y la respuesta es que probablemente la mediocridad ya no nos sirva. La especialización técnica se ha convertido en un factor clave para la productividad, al igual que el trabajo cooperativo, la capacidad de resolver problemas y la imaginación creativa. Las tecnologías que van imponiéndose exigirán la adopción de nuevas habilidades sociales. Saber buscar la información y poder analizarla con sentido marcará una línea divisoria entre los buenos y los malos estudiantes. De la lectura pasamos rápidamente a la multilectura, con la estadística como nuevo lenguaje rey. Llegados a un determinado nivel de desarrollo económico, el crecimiento plantea de forma necesaria un pacto con la inteligencia. Es el tiempo de la gran política.