El grito escultórico más famoso de la historia del arte, la «Montserrat» de Julio González (cuyas obras aterrizaron en el IVAM ante el desdén del PP), es un alarido sobrecogedor contra la violencia. La pieza -la madre con el niño en un brazo y la hoz en el otro- formó parte del pabellón de la República en la Exposición Internacional de París. Si setenta años después, y sin salvar las distancias, otros gritos impugnaran aquel rechazo de la crueldad y el ensañamiento, serían los de Josep Moreno e Ignacio Blanco en las Corts, en día infausto del alma: no pudieron estar más desafortunados. La víctima del atropello fue el nuevo director general de RTVV, que pasaba por allí, reo de aceptar el empleo. Pistolero, sicario, «se le está poniendo la cara de banquillo» fueron las amables descripciones del exceso. Uno entiende el hervor, la fogosidad, el acaloramiento y la vehemencia instintiva pero, caray, las descalificaciones personales son el basurero de la democracia, cuyas vigas entendíamos repletas de otros materiales: de respeto, tolerancia y todos esos ingredientes susceptibles de engrosar aquel verso, «noble y feliz», de Espriu. Resulta que no. Que se enaltece el avasallamiento. Como decía Vázquez Montalbán, se empieza por ahí y se acaba... Dejémoslo.

«Performance» de Castro y Camps. El juez Castro ha dejado, este fin de semana, su huella dactilar en Valencia. Hacía tiempo que no se vivía un «happening» judicial de tal calibre. ¿Acaso se pretendía elaborar una «performance» de elevadas categorías artísticas al estilo de la inaugural de Lee Byars? Si un creador, en los límites del arte, pretende jugar con esos elementos, no le sale una representación tan inspirada: el gran icono de la burocracia judicial pasado por los Quintero. Castro requiriendo a Camps de manera improvisada, el expresidente tan tranquilo en casa, o en misa, medio país pendiente de la solución al problema, y la policía cumpliendo el papel que la opinión pública atribuye a la policía, mejor no engañarse: no mucho más elevado que aquel gendarme que protagonizaba Luis de Funes. La herencia romántica del desorden judicial amplificada por la ternura del caos. Juez, testigo, policía y demás, en el marco del tenebrismo español. No sé Valencia, pero España entera está a la espera de una nueva entrega. Quizás está vez Camps podría «perseguir» al juez Castro.

Los muros de Fabra. Desde que se hizo cargo del Palau, sobre Fabra se ha escrito un catálogo -debería alguien manufacturar algo en «videoarte»- de censuras y rebotes maniqueos. Insólitas operaciones de derribo, degüellos de una parte del PP valenciano, el desdén y el recelo de parte del PP de Madrid, plantes directos e indirectos y una cierta atmósfera de inestabilidad alimentada a diario. No ha habido paz para el presidente, que ha salido a puya diaria. Pero Fabra, como aquel señor sencillo del cuento, acude a la oficina cada mañana, inmutable y evidente. Un misterio. Un misterio que enlaza con otro: el cruce siniestro de hojas plateadas que cultiva su partido, en atención al presidente, tan grueso y regular, no ha logrado atravesar los muros del Palau. Tal vez estén hechizados.