Hay algo promisorio en la llegada de las primeras nieves, pero no resulta fácil dar con la causa. ¿La constatación de que aunque todo parece estar quieto, y amenaza engullirnos en esa paz metafísica, el ciclo de la vida sigue rodando, y el cambio es más cierto que la permanencia? ¿El anuncio del frío, que entumece pero conserva, y libera de la degradación de lo que tras madurar se pudre? ¿El tropismo natural hacia el fondo de la cueva, que aún sigue en la memoria de la especie, y nos lleva a un lugar en que estamos más juntos? ¿El cambio de estado de las cosas, simbolizado en el líquido que se vuelve sólido, y tiene siempre un aura de prodigio? ¿La fascinación por la blancura, símbolo natural de la pureza? ¿La transfiguración del paisaje, como conjuro frente al hastío de la repetición? El entusiasmo que provocan los primeros copos tiene tan pocas respuestas como la teología.