El 7 de julio del 79 me marché de casa. Se agotó el paro tras el cierre de la segunda de las cabeceras en la que habité y decidí dejar atrás la tierra en que nací. Mis padres me acompañaron ciento y pico de kilómetros hasta Córdoba donde se bajaron y aún veo sus lágrimas en el retrovisor. Pronto olfateé que mi oportunidad para ejercer el oficio estaba a la vera del Mediterráneo y no del Guadalquivir, adonde solo he vuelto de vacaciones. Alrededor no dejaban de producirse casos similares en los que la movilidad lo que entrañaba era una apuesta estable de futuro. El otro día estábamos con unos amigos justo en el momento en el que regresaba de intentarlo de nuevo uno de sus chavales, treintañero él. Traía el coche de sus padres que era para verlo porque, desde dentro, es difícil que pudiera distinguirse algo. Antes, cuando veíamos por la carretera esa montaña de bultos en lo alto de uno, no había duda que se trataba de vecinos encaminados a cruzar el Estrecho. Hoy no tiene por qué. Buena parte de nuestra plebe que emprende el desafío de buscarse la vida, va y viene. Nunca ha habido tantas mudanzas en plan casero, porque tampoco está la cosa para costearse un transporte en condiciones. Seis meses, un año por ahí mientras dura el contrato, las expectativas o lo que sea y, cuando hasta el alquiler canta, vuelta que te crió. Jamás en la vida se han movido tanto las fiambreras. Hay quien las escudriña por si les han salido patitas. A este paso, no lo descartemos. Los que parten a buscarse la vida en cualquier actividad „no digamos ya la artística y creativa, que es el caso del de los bultos estos„ pueden acabar perfectamente matriculándose en una carrera en la que jamás pensaron, no porque tenga salida, sino porque con algo hay que llenar el tiempo. Y, sin embargo, ya lo oyen: estamos mejor. Dónde va a parar. El avance registrado es, sin duda, histórico. Admitámoslo. Nunca gente en prácticas había logrado estar ya de vuelta.