Hace medio siglo fue asesinado en Dallas el presidente John F. Kennedy, abriendo desde el mismo día una inacabable corriente de teorías conspiratorias sobre los autores. En el fondo esa riada, aparte de las debilidades de la teoría oficial, fluye del caudal de esperanza que Kennedy suponía para sus contemporáneos, que buscan desde entonces una explicación a la altura del héroe: faltarían culpables de porte equiparable a la grandeza de los sueños generados. Sin embargo, esa grandeza es la que explicaría la muerte, pues la poderosa inercia de las cosas se resiste a asumirlos y genera una fuerza de igual tamaño contraria a que se realicen. Llegados ahí, el héroe es un intruso en su tiempo, ser expulsado de él un destino necesario, y el ejecutor un simple sicario de éste. De no haber muerto a su hora, con el aura intacta, tal vez aquella misma inercia habría hecho del héroe un vulgar villano.