Si uno quiere saber cómo va la situación política en Jordania no tiene más que observar la imagen de su reina: con tiaras y maravillosos vestidos cuando el régimen está asentado; con velo y ropa discreta cuando hay revueltas sociales, y con el pelo suelto y el aspecto de cualquier mujer occidental cuando amenaza el radicalismo islámico. La imagen de Rania está perfectamente estudiada e, igual que sustituyó el fasto y los excesos por las obras de caridad y el mantenimiento de un perfil bajo durante la primavera árabe para no cabrear aún más al pueblo jordano, ahora, al parecer, intenta exorcizar el auge del islamismo en la zona clamando por las posturas moderadas. Tras las elecciones jordanas de principios de año y el asentamiento del régimen, la reina está recuperando su lugar y, tras soltarse la melena, textualmente, ha entrado a saco en la situación de Oriente Medio criticando en una entrevista en televisión el radicalismo religioso que, como afirma la reina, desemboca en «fanatismo, llamamientos al extremismo, odio y guerras», unas palabras en las que los analistas internacionales han visto una velada alusión a la dramática situación de su vecina Siria, en plena guerra y con una oposición de ideología moderada en los inicios de la revuelta contra Bachar el Asad en la que han ido infiltrándose grupúsculos extremistas. Rania ha pedido a los musulmanes en su entrevista televisiva que apuesten por la moderación y por resaltar «los valores humanitarios y la bondad del islam», una petición que, evidentemente, no puede tener mejor acogida en los países occidentales. Todo muy loable y nada que objetar, aunque no se puede evitar pensar si en este continuo acomodo a las circunstancias no habrá más de conveniencia que de convicción. Al fin y al cabo, la historia ha demostrado que la máxima más rentable de cualquier régimen es cambiar algo para que nada cambie, una adaptación a las circunstancias encaminada a la supervivencia como en cualquier especie que se precie.