En los últimos años, la Comunitat Valenciana se ha convertido en un ejemplo de aquella frase de lord Acton: «El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente». La cantidad de trapisondas con las que el PP valenciano ha gestionado el poder podría dar lugar a una serie televisiva detectivesca. Los jueces van desenredando poco a poco, y lentamente, las relaciones de interés entre ayuntamientos, diputaciones y la Generalitat con toda clase de personas y entidades que buscaban beneficiarse del dinero público. Algunas son chuscas, como la construcción del aeropuerto de Castelló, y otras son delictivas como tanto contrato de obra o servicio público concedido a cambio de comisiones para políticos y funcionarios.

Ya hay libros que documentan con todo detalle esas trapisondas pero la pregunta que algunos nos hacemos es: ¿hay algo en el carácter valenciano que propicia semejante tratamiento de lo público? El carácter valenciano es vocinglero y extremoso y su símbolo más obvio son las Fallas, de las que algunos observadores no valencianos se preguntan: ¿por qué hacer unas obras de arte tan imaginativas para luego quemarlas?