Desde tiempos inmemoriales -esto es, desde que reinaban los socialitas- se ha planteado, replanteado, debatido y discutido la senda museística del arte en Valencia sin que se haya alcanzado un desenlace fértil o consensuado. La primera línea se fijó en tiempos de Ciscar, pero las sucesivas camarillas adheridas a esa esfera, viciadas y endogámicas, han ido aparcando o tumbando cualquier propuesta significativa sobre ese paisaje. Hoy esa geografía infeliz hace justicia a cualquier teoría sobre el caos que parta de un macabro ejercicio involutivo. La consellera de cultura, María José Catalá (que ha logrado una hazaña del ministerio: la última fase, ay!, del San Pío V, después de unas peleas con Madrid que se prolongan desde los tiempos del imperio romano), tiene varios desafíos. Primero, el de impugnar la herencia recibida de Dolores Johnson, que sucumbió al vicioso síndrome del cambio por el cambio, y legó un panorama ineficiente en torno a Culturarts -una calco del Ivaecm-, coronado además por el despropósito de convertir los gobiernos de las instituciones culturales -ahí está el IVAM- en herramientas políticas, uno de los mayores errores de esta autonomía desde los albores del café para todos. El segundo reto de Catalá es el de reordenar el mapa museístico, liberarlo de su encantamiento, y liquidar las frivolidades. Esa reordenación es imposible sin pactar con las distintas feligresías, a no ser que se apresure a enterrarlas. La posición de Catalá en el PP le otorga una cierta autoridad para intentarlo. El Centre del Carmen no puede transformarse en una casa de cultura, donde igual se levanta una obra de teatro que una exposición del XIX. El San Pío V no puede dedicarse a cuestionar su territorio y exhibir arte que disloca su discurso, cuando su verdadera «causa» ha de ceñirse a acentuar su definición y amplificar la joya de sus depósitos. Y el IVAM no puede caer, en ocasiones, en los excesos seductores del diálogo apresurado con el «arte útil», un conjunto que quizás debería vincularse a otros tinglados.

El dibujo fue trazado hace muchos años, pero nadie ha podido insertarlo en el mosaico urbano. La oferta artística comienza en el magno San Pío V y acaba en el IVAM y sus ramificaciones posteriores, incluyendo el Muvim, que va por libre, en esa geografía totalizadora. En medio está el museo del XIX, la gran asignatura pendiente. Los primitivos ceden el paso a un XIX seductor, que merece casa propia, y que alcanza, con el puente obligado de Pinazo, la propuesta del IVAM. La apuesta es de una sencilla complejidad, pero nadie es capaza de atarla. ¿Es que siempre han de vencer las camarillas?

Aunque llevemos un cuarto de siglo discutiéndolo, no parece una tarea de titanes. Primero hay que vencer las miserias y organizar las piezas del relato. Y segundo, hay que propagar de forma eficiente el contenido (con excesos incluidos, por mucho que sobrevuele el azote de la prensa). ¿Alguien por ahí fuera sabe que Valencia posee la segunda pinacoteca española después del Prado? (Que, por cierto, desprestigió Camps situando a una persona ajena a la especialidad en su dirección tras los largos reinados de los expertos en arte: el último Fernando Benito).

La mundialización de la «marca» Valencia, que tanto ha preocupado a las autoridades autonómicas y municipales, tiene ahí un tesoro acaso primigenio, y sin exceder los gastos prohibidos por Montoro y Fabra. Sólo hay que facturar la materia original con envolturas glorificadoras.