Seis años después de iniciada la crisis, puede hablarse de sectores más o menos desfavorecidos por la misma: entre los primeros, niños, jóvenes y los llamados adultos jóvenes (hasta 40 años de edad); entre los segundos, los jubilados. Y si bien esta tendencia es apreciable en Occidente, en España la situación es preocupante. Así, a los continuos reportajes de la prensa anglosajona sobre jóvenes con másteres que limpian lavabos en Londres se suman estadísticas que arrojan cambios difíciles de corregir. Por ejemplo, la reciente encuesta sobre condiciones de vida señalaba que la tasa de riesgo de pobreza se ha estabilizado en el 20 %, pero mientras ésta se disparaba al 28 % entre los menores de 16 años, apenas afectaba al 6 % de los mayores de 65.

Nos encontramos así con un reparto desigual de los efectos de la depresión, que castiga a niños y jóvenes y que no ha perjudicado tanto a un colectivo, el de los pensionistas, cuyos hogares se han convertido en los de mayor nivel de renta (mientras eran los terceros en dicha clasificación al empeorar todo, en 2007). Habrá que convenir, además, en que algo no funciona si parte de este grupo (los jubilados durante los últimos años) cobra más de 1000 euros mensuales (lo que no está al alcance de casi ocho millones de asalariados, según datos del IRPF de 2011). Y esa especial protección durará, ya que el Gobierno quiere revalorizar las pensiones con el IPC más el 0,5 % «si la situación mejora».

El problema vendrá si muchos jóvenes adultos se preguntan por qué reciben por todos lados (paro, condiciones precarias, emigración forzada, sueldos recortados) y sus padres-abuelos no tienen penalización. La respuesta, dirán PP y PSOE, son€ nueve millones de votos. Pero todo esto es muy feo y ya nos distraerán con Cristiano, Messi, Belén Esteban o los separatistas catalanes.