E l poder homogeneiza los discursos, pero raramente las distintas sensibilidades o la percepción de la realidad. Así, la vertiente pública del zapaterismo se dibujó con el trazo grueso de una ideología voluntarista y emocional refractaria a las claves del posibilismo; sin embargo, pronto se hizo evidente la ruptura interna que afectaría a sus gobiernos. Por un lado estaban los partidarios del cortoplacismo electoral, atrincherados en una retórica vaporosa y grandilocuente; por otro, los estrategas de la responsabilidad que pivotaban en torno a la figura del ministro de Economía Pedro Solbes, un técnico gris y funcionarial, si bien de recorrido y prestigio inmaculados. En Recuerdos, su reciente libro de memorias, Solbes ha subrayado precisamente que el problema fundamental que aqueja a la democracia española es el predominio de las ocurrencias y de los intereses partidistas sobre las políticas de Estado. Los efectos a largo plazo son el descrédito institucional y la fractura ideológica, ya que ganar el futuro exige una generosidad de base muy por encima de las lealtades de partido, con su rutinaria alternancia de aplausos y de crispación. También exige valentía, algo de lo que, por desgracia, carece el político alicantino. Al menos en su acepción más fuerte.

Pedro Solbes entró en el gobierno con Felipe González, primero como ministro de Agricultura y Pesca y más tarde de Economía y Hacienda. Eran los años del estallido de la corrupción socialista, del GAL y del «váyase, señor González». Halcón de la ortodoxia, Solbes puso en vereda el déficit público aunque sin un claro impulso reformista. Entre sus allegados, se achacaban las culpas a la soledad en que vivía el presidente, bunkerizado aquellos meses en La Moncloa a causa de la dura campaña mediática en su contra y de las investigaciones judiciales. Con la llegada del PP, Solbes pasó a formar parte de la Comisión Europea, donde siguió labrándose una imagen de seriedad ejemplar: números claros, buena letra, disciplina fiscal€ Creía en la competitividad como un factor clave de futuro sin convertirse en un dogmático que propugnase una única receta para el desarrollo de los países. Su cultura política era la propia de un centrista convencido de que, en España, la izquierda representa el sentir ilustrado mejor que la derecha. Cuando Rodríguez Zapatero le llamó para su primer gabinete, el discurso oficial del PSOE se adhería a los principios del liberalismo antes que a las tendencias corporativistas del pasado: mayor competencia, flexibilidad, descentralización, rebajas fiscales, superávit€ Luego, la realidad del día a día se impuso al humo de las palabras y la alegría festiva de la burbuja se contagió como un hechizo de locura colectiva. Todo llegó a su fin en 2008, de repente y sin aviso. ¿Lo sabía Pedro Solbes? Por supuesto, pero miró hacia otro lado. ¿Calló por responsabilidad o por cobardía? Quizás un poco por ambas.

La tragedia de Solbes responde a su falta de carácter. Diseñó presupuestos en contra de su voluntad. Votó a favor de aquello en lo que no creía. Buscó influir, sin éxito alguno. Aceptó acompañar como número dos al presidente Zapatero, consciente de que su prestigio personal aportaba un plus de confianza a una candidatura que ya entonces empezaba a mostrar sus flaquezas. Mintió a sabiendas en el debate con Pizarro. Por equipo, por rigor, por coherencia, podría haber sido el mejor ministro de Economía en la historia reciente de nuestra democracia. No lo fue. Al marcharse, la ruina revoloteaba sobre el país como una manada de buitres que avistan la carroña.