En Dusseldorf, la amiga Vittoria Borsó, catedrática del departamento de Lenguas Romances de la universidad, nos convocaba esta semana pasada a un seminario financiado por la DAAD, el servicio alemán de intercambio académico. Debíamos acudir profesores del sur de Europa para dialogar con los colegas alemanes acerca de la diferencia norte/sur y la forma en que esta cuestión se ha reflejado en los medios de nuestros respectivos países. Alemania está preocupada por este asunto, que en algunos casos ha llegado a palabras mayores, que jamás se debían haber pronunciado. Tampoco han faltado imágenes no sólo exageradas, sino injustas. Lo que puedan hacer los académicos por moderar estas líneas de fuga de la opinión pública no es mucho. Quizá la tarea más relevante sea contribuir a la iluminación de la situación en la que vivimos. La sospecha es que todos esos insultos recíprocos (pues no hay que olvidar que también los medios alemanes han pronunciado palabras injustas) proceden de una falta de comprensión.

Una mejor autoobservación quizá podría sugerirnos que compartimos destino. Una operación reflexiva adecuada podría mostrar que esas distancias son menores de lo que creemos y que, en el fondo, todos padecemos una condición común. Y esta era la finalidad del seminario: crear mediaciones adecuadas con las que detener las acusaciones recíprocas de culpabilidad, ese maldito tu quoque tan estéril como fácil. El concepto que se proponía para ese mejor diagnóstico del presente que nos humilla a todos es el de vidas precarias. Con él algo al menos resulta claro: el viejo ideal de la autonomía humana, propuesto por la Ilustración, no vuela en las alas de la historia. Precariedad es la forma de vida que hace de la autonomía una inaccesible utopía. Ese nuevo dispositivo mundial de gobierno, el Precariato, pretende sustituir al Estado de Bienestar. Pero que nadie se engañe, sin Estado de Bienestar no habrá democracia en el largo plazo

Cuando descubrimos esta perspectiva podemos afirmar que el norte y el sur son por igual víctimas potenciales de esta nueva constitución mundial. La vida precaria nos alcanza a todos. Esa es la primera evidencia. Vida precaria es el estatuto del presente. Por él reconocemos que todo contemporáneo padece una alta probabilidad de fracasar. Esta condición no es una consecuencia real de la época presente, sino su premisa. La vida precaria no consiste en la creciente pobreza, desempleo, inseguridad, enfermedad, que padecen cada vez más ciudadanos. Es más bien la convicción de que todos nosotros estamos amenazados por la alta probabilidad del abandono que asociamos a la vida precaria, esa transformación de un ser social a un ser vegetativo.

El cine, siempre tan sensible, ha dado su mito al hombre precario del presente: se trata de la vida reducida del zombi, carente de relato y de conversación, de habla y de tiempo, privada de todo lo común. Pero no hace falta ir al cine. Yo he visto legiones de gente caída en esa vida esta misma semana, en las afueras de Úbeda, de Villacarrillo, de Villanueva, emigrantes famélicos que anhelan recoger aceituna. En tanto condición presente, la vida precaria posee una estabilidad, una continuidad, una permanencia, esa duración necesaria para imponer una pedagogía de vida y forjar un hábito en cada uno de nosotros. Por eso el Precariato es un dispositivo, una forma universal de producir subjetividades disminuidas, dispuestas no solo a olvidar, sino a no presentir la condición de la autonomía. Un nuevo régimen temporal del psiquismo será inevitable. Su vigencia es mundial. Su alcance afecta al globo terráqueo.

Ese dispositivo, que en el fondo es una forma de gobierno, se llama crisis. Esto concede al presente su especificidad. Crisis era hasta ahora un momento de transición a otra cosa. Ahora es un momento de transición, pero sólo a la propia repetición de sí mismo. Esta crisis es una realidad activa, una máquina de producir vidas precarias, pero también la intensa operación pedagógica de conformarnos con ella, de asumir que la precariedad es nuestra condición definitiva.

El teórico más invocado en el congreso fue Michel Foucault. Y sin embargo, cualquiera percibe que estamos en una época que él no previó. Sin duda, su tesis más celebrada, expuesta en su obra fundamental „El nacimiento de la biopolítica„ es que estábamos en el final de la economía política (al final de la era Keynes, que no hay que olvidar fue la época de las democracias triunfadoras). Sin embargo, su pronóstico del neoliberalismo, con el triunfo de ese homo economicus que es empresario de su propia capitalización personal, se ha manifestado en concreto con matices que no se atisbaban al principio de los años 80.

Es el problema perenne de los pronósticos. Son válidos en la línea general, no en el detalle. La tesis foucaultiana decía que el neoliberalismo se presentaba como el respeto pleno a la naturaleza de las cosas y se afirmaba como una producción de libertad, en la medida en que entendía al ser humano como una permanente fábrica desiderativa. La base última de esta ideología era universalista, y en cierto modo preparaba la tesis de la abundancia del fin de la historia. Lo que prometía Hayek era la perfecta adaptación del ser humano a la naturaleza de las cosas. Su base económica era la naturaleza expansiva del dinero. Con eso, el capital conquistaba su aspiración suprema: crecer de forma continua, ser inmune a la crisis. ¡Qué paradoja! En un universo que seguía proclamando la naturaleza infinita de la realidad, cada uno podría hacer su cálculo de capital asumiendo desde el principio que siempre le tocaría algo

Esta suposición básica del infinito, la clave para asegurar la expansión continua de algo finito, no está fundada en razón alguna. Por eso, porque viviremos siempre en un mundo finito, la naturaleza universal del neoliberalismo no se cumple. La circulación del dinero, decía Simmel a principios de siglo, está condenada a la especulación. La capitalización en capital humano no puede escapar a este destino especulativo. El homo economicus está tan expuesto a la crisis como toda burbuja. Cuando estalle, será vida precaria. Por eso, la vida precaria es el resultado de poner nuestra causa en algo que por naturaleza es especulativo, y por eso se paga con la desnuda reducción a lo vegetativo. Abandonado a su dinámica, sin muro de contención, el Precariato no producirá diferencias de clases, sino una diferencia de humanidad, una dualidad que nos expondrá a peligros tan profundos como los que el cine muestra: unos pocos humanos histéricos rodeados de masas anónimas de cadáveres vivientes.

La diferencia entre Alemania y los países del sur es fácil de describir en estos términos. Lo dijo el director de la ZDF. La angustia alemana verdadera es la que aspira a mantener por encima de todo el aparato productivo. Ese es su éxito histórico como pueblo, tras la desolación que dejó su hogar reducido a escombros. Su destino histórico está vinculado a que este aparato productivo funcione. Para salvarlo han precarizado mucho la vida general de la ciudadanía. Lo hicieron en el primer gobierno de coalición, al inicio del siglo XXI. Frente a lo que fue su Estado de bienestar clásico, los alemanes han perdido proporcionalmente tanto como nosotros. La diferencia real es que nosotros, carentes de líderes y de una clase dirigente razonable, no lo hemos cambiado por nada. Nosotros no hemos tomado decisión alguna como pueblo y por eso nuestro Precariato, más duro porque es proporcional al escaso estado de bienestar que tuvimos durante un par de décadas, no goza de un aparato productivo preservado. Pero si el aparato productivo alemán se hubiera hundido, Europa estaría ahora en muy mal sitio.

Pero el asunto no viene ni del norte ni del sur. Viene de un sitio global del que tenemos que protegernos con muchos equilibrios. Comprendernos mejor necesariamente pasa por darnos cuenta de que reequilibrar Europa sobre la base de un sistema productivo eficaz es nuestra única oportunidad en un mundo crecientemente hostil. Sólo un amplio y saneado aparato productivo está más allá de lo especulativo. Sólo él podrá generar bienes comunes capaces de ser redistribuidos tal como presintió esa utopía que rozamos, cercana y aburrida, el Estado clásico de bienestar, la democracia.