La tentación hiperbólica de sentenciar que ni el Gurb de Eduardo Mendoza entendería a Rajoy, debe corregirse en que solo un alienígena podría descifrar el discurso alusivo, elusivo, ilusivo y oclusivo del presidente del Gobierno este viernes. No da titulares porque esconde los conceptos de su intervención. Habla en clave, se pierde en la traducción.

Verbigracia, «hay cosas» significa «el referéndum de independencia de Cataluña». La mayor amenaza al Estado, que ha consumido miles de páginas, se desintegra en una fórmula banal. En la misma línea, «lo sabe quien» se traduce por «Artur Mas» una figura con la relevancia suficiente para adjudicarle un patronímico, salvo que nada ni nadie goza de excesiva importancia para Rajoy.

«Lo del otro día» no es el desayuno ni el paseo vespertino, sino un escalofriante rescate bancario. «Ese asunto» no es una trivialidad sin consecuencias, sino el aborto, un trauma para sus protagonistas al margen de la situación penal en que se encuentren.

El espectador voluntarioso ya interpreta sin muletas que «esa persona» sólo puede ser Bárcenas. Sin embargo, los balbuceos del escrutador avezado no mejoran la consideración de Rajoy. Ha saltado del punto en que a un gobernante se le disculpan sus errores, al extremo en que no se le perdonan ni sus aciertos. Como divaga en Lost in translation la genuina Scarlett Johansson, «simplemente no sé lo que se supone que soy». Puro rajoyés.

«Blue Cristine», la película. Se proyecta con notable éxito la última película de Woody Allen, bajo el explícito título de Blue Cristine. La protagonista es una auténtica princesa, que ha disfrutado del dinero que le suministraba su apuesto marido sin preocuparse por su procedencia. Alta y rubia, con el atractivo de la madurez que no ha logrado marchitar todavía los atributos juveniles. Habitaba un palacete en la capital de la Costa Este, aunque debió sospechar que era el fruto de turbios negocios conyugales. Disfrutaba de las vacaciones en un chaletazo junto al mar, en la geografía veraniega más cotizada del país. Habituada al lujo y a la vida disipada, no advirtió que su esposo era un facineroso que la utilizaba como trophy wife. Se había volcado a decidir el cóctel, la ropa y el arreglo floral idóneos para agasajar a los parásitos de su círculo social. Vestía más marcas que un piloto de Fórmula 1.

Y sin embargo, la princesa está triste, qué tendrá la princesa. Woody Allen hunde la sangre azul de Cristine en el blues de la depresión, porque los jueces y la agencia tributaria han desentrañado los delitos de su marido. Por si las traiciones conyugales del adúltero en serie no fueran suficientes, la princesa de cuento tiene que contemplar cómo su esposo es arrastrado por la autoridad a responder sobre sus crímenes en un juzgado de provincias. La justicia embarga la fortuna de la protagonista, que se desplaza llorosa desde el paraíso sobre el que reinó tan feliz a un territorio inhóspito donde es apenas una ilustre desconocida.

A raíz de los engaños y procesamientos de su esposo, Blue Cristine tiene que reunirse con una hermana que no sobresale por su inteligencia, ni por su habilidad en la selección de parejas sentimentales. La protagonista es tan desagradable que me impide conectar con la historia. Blue Cristine no muestra la menor empatía hacia las víctimas arruinadas por su esposo, empezando por su propia familia. Tampoco desea recuperar el dinero para devolverlo a sus legítimos dueños, sino para volver a vestir chanel. Los investigadores del escándalo ya han visto la película. Ambas.

Un poco tarde para Turing. Isabel II de Inglaterra quiso indultar a Galileo, pero le comunicaron que el Vaticano se le había anticipado. Por tanto, la reina británica se conformó con extender el perdón navideño a Alan Turing, padre de la inteligencia artificial porque ninguna otra podía igualar a su talento natural. Es un precursor de la talla del italiano, que se suicidó hace seis décadas tras una condena por mantener relaciones homosexuales consentidas. Tal vez sea casualidad que su reivindicación coincida con la elevación de otro homosexual británico, el masoquista Francis Bacon, a la condición de artista más cotizado de la historia.

Turing da nombre al famoso test para distinguir al ser humano de la inteligencia mecánica más evolucionada. También descifró el código nazi Enigma, corrió maratones, avanzó los ordenadores y resolvió a diario los endiablados crucigramas del Times camino del trabajo. En resumen, un perfecto inadaptado obsesionado por la Blancanieves de Walt Disney: se suicidó comiendo de una manzana envenenada como en el cuento. Turing pensó, a sesenta años de distancia, el precio de su perdón.