Mientras en los últimos años Europa ha asistido al drama de la crisis de la deuda en los países periféricos y a la emergencia de la Alemania exportadora como líder de facto de la UE, en EE UU se ha desarrollado una revolución energética que cambiará la geoestrategia de los próximos años: la derivada del fracking o fracturación hidráulica para la extracción de gas no convencional.

Las consecuencias se observan en el presente: Estados Unidos es autosuficiente en gas y, en poco tiempo, lo será en petróleo (según la OPEP, podría haber terminado el recién terminado 2013 siendo el mayor productor de crudo y se calcula que, con la tendencia actual, podría ser exportador neto a partir de 2025-2030). Por tanto, Norteamérica obtiene una ventaja energética sobre los demás y, encima, reduce su dependencia respecto de Oriente Medio (lo que explica el acercamiento al régimen iraní, otorgándole un papel de futura potencia estabilizadora de la zona, mientras inicia su repliegue€ y pese al enfado de sus aliados tradicionales, Israel y Arabia Saudí).

Ante este panorama, ¿qué hace Europa? Pues nada. Ante el escaso debate sobre la cuestión, se han impuesto los criterios medioambientales (al atender solo a la parte negativa de los riesgos del fracking y al obviar la posibilidad de disponer de una fuente de energía con costes bajos para empresas y particulares).

Además, las leyes europeas (donde los derechos de los yacimientos pertenecen a los Estados, en lugar de a particulares) y el poco desarrollo de una industria de servicios petrolera dificultan la explotación a gran escala (como sucede en EE UU o Canadá). Con un efecto apreciable en el Este continental: la dependencia energética europea es aprovechada por demócratas como Putin para chantajear a vecinos que aspiran a huir de sus tentáculos. Lo esperable en una Europa envejecida y sin iniciativa.