Siete leyes de educación se han sucedido en nuestra democracia. Cada gobierno tiene su propio modelo educativo y el resultado es una situación de confusión para profesores, alumnos y padres.

Los gobiernos alegan que quieren impedir el abandono escolar o los malos resultados españoles comparados con los de otros países pero, en realidad, nuestro principal problema es la escasez de nuestra inversión educativa y el modelo mixto de pública, privada y concertada que impide la consolidación de unas buenas escuelas públicas, a las que acudan todos los niños y no solo los pobres, como ocurre en la mayoría de los países europeos. La escasa financiación se traduce en escuelas barracones, sin calefacción y en una situación de los profesores que empezó con aquello de «pasa más hambre que un maestro de escuela» y hoy termina con el despido de tantos.

A los gobiernos parece que les motiva hacer de pedagogos, metiéndose en un terreno que debería estar a cargo de las relaciones entre maestros, padres, alumnos y pedagogos. La ley Wert peca de esa obsesión por hacer pedagogía con un fuerte componente ideológico. El Partido Popular derogó la asignatura de Educación para la Ciudadanía, vigente en toda Europa, para inculcar valores cívicos y le ley Wert crea su propia asignatura de Educación en valores que son, naturalmente, los de la derecha.

Y en un gesto cómplice con la Conferencia Episcopal, introduce de nuevo la enseñanza de la religión católica cuando el país camina hacia un laicismo práctico. La religión debe enseñarse en las iglesias y no en las escuelas y en nuestro caso los profesores son designados y cesados por los obispos mientras el Estado los paga. Para colmo, apenas hay clero docente.

La ley Wert favorece la desigualdad con unas reválidas que necesitan apoyo económico familiar y muchas familias no tienen esos recursos. Es otra ley condenada a su retirada por el gobierno siguiente.