Lutero decía que nada de lo que haga el hombre puede llevarlo a la salvación. Puesto que el hombre es un ser caído, cualquier acción que haga, empeorará las cosas. Esta es una tesis exagerada, pero de vez en cuando tiene su aplicación. Por ejemplo, a la política del Gobierno respecto de Cataluña. Cualquier iniciativa que toma, empeora la situación. Así lo hemos visto durante el fin de semana. Su desembarco en Barcelona puede que sea una ofensiva, pero todavía queda por decidir a favor de quién. Por lo que ha trascendido, dudo que haya tenido otro efecto que irritar todavía más a los que anhelamos un acuerdo con Cataluña. A buen seguro, habrá inclinado a los indecisos a las posiciones de Mas. Ahora sabemos por qué Rajoy no ha hecho nada durante dos años. En realidad, no sabe qué hacer. La prueba es que cuando se decide a hacer algo, le sale esto último, la doctrina Lutero: empeorar las cosas.

Primero se asomó Cospedal, que es una mujer elegante, pero que cuando se pone a reñir a la gente parece la madrastra de Blancanieves. Su argumentación „que Cataluña nacería como un Estado arruinado„ resulta estúpida y estéril. Estúpida, porque la deuda de Cataluña sería, con todo, mucho menor que la que lastra al Estado español, hasta el punto de que los catalanes podrían pensar que sería un buen negocio desentenderse de su participación en la deuda del billón de euros de los españoles, a cambio de la deuda de unos 40.000 millones que tiene la Generalitat. Pero además es estéril porque con este tipo de amenazas sólo se consigue que los independentistas catalanes alcancen clara conciencia de que, con gente así, la apuesta por la independencia debe ser incondicional y absoluta. Por no hablar de los pagos de pensiones. Como si ese dinero no tuviera dueños justos y como si retenerlo no violara todos los derechos. ¿Cómo se puede amenazar con este corralito?

Es posible que en el almuerzo de Mas Anglada entre el presidente catalán y los ministros del Gobierno se hablara de otra manera. Es posible que el patrón de Esperanza Aguirre, Luis Conde, el anfitrión, y la presencia del conde de Godó en la mesa principal, lograran el milagro de iluminar las inteligencias de los miembros del Gobierno que se sentaron a la mesa, Soria y Ana Pastor, un buen subrogado de Rajoy. Pero una vez más se nos pide a los ciudadanos que confiemos en lo que se cuece en secreto, cuando todo lo que se nos dice en público despierta una profunda preocupación. De lo que no cabe duda es de que una política democrática exige decir en público algo que guarde relación con lo que se dice en las inevitables negociaciones discretas, y no que las contradiga. La política tiene que ver con esa mínima coherencia, no con un pasteleo sin límites.

A pesar de todo, Rajoy dijo una cierta verdad. Es muy difícil dialogar cuando ya todo se ha decidido unilateralmente, la forma, la fecha, la pregunta y la respuesta. Lluís Basset, en el programa La noche de 24 horas de TVE realizado en Cataluña (un comentario al respecto: ese día vimos la mejor tertulia, con la plana mayor de los periodistas catalanes), lo dijo también con su solvencia habitual. No se niega a los catalanes derecho alguno. Se les discute que tengan derecho a votar cuándo, cómo y lo que ellos quieran sin respaldo legal. Pero en política, la verdad no recae sobre las frases sueltas, sino sobre los procesos. Y lo que aquí padecemos es un proceso equivocado que viene de lejos y en el que los dos actores se han enrolado con una obstinación muy hispana: sostenella y no enmendalla. Este estilo hispano, arcaico y primitivo, es tan compartido por las dos partes que es contra-intuitivo con la pretensión catalana de independencia de España. Para que fuera creíble, debería incorporar el deseo de acabar con los hábitos hispanos compartidos. Quizá entonces los catalanes también podrían alcanzar esa capacidad civilizada de la autocrítica. Mientras tanto, estamos en una escalada porque los dos actores principales son demasiado parecidos.

Lo que aquí tenemos es un esfuerzo obstinado por entender la democracia en contradicción con la legalidad. Ese juego, que también juega peligrosamente Mas, no lo ha inventado él. Aunque tuvo momentos previos, el hecho decisivo que puso legalidad y democracia en caminos divergentes sabemos cuál fue. Se trata de la forma de operar del Tribunal Constitucional que, al margen de toda consideración acerca de la legalidad y legitimidad democrática del Estatuto catalán, se elevó por encima del Parlamento español y del pueblo catalán legalmente constituido. Al hacerlo, se interpretó como soberano real, cuando sólo era una última instancia legal. No quiso entender que antes había hablado un pueblo constitucionalmente constituido y un Parlamento nacional, y se colocó por encima de ellos. No estaba impugnando una ley promulgada por un legislativo regional, ni por el nacional, sino una ley nacional para Cataluña, que además de eso había sido aprobada por el pueblo catalán en referéndum.

Este gesto fue muy confuso y no está claro que hacerlo estuviera dentro de las competencias del Constitucional. ¿Sería posible que impugnara un acuerdo nacional refrendado por los españoles? ¿Por qué está capacitado para impugnar una ley válida para Cataluña refrendada por el pueblo catalán? No está clara la capacidad de ese tribunal de ir contra referendos legales, que deberían considerarse a fortiori como concreciones de la Constitución, y no como conculcadores de ella. En todo caso, fue entonces cuando un acto puramente legal, sin atención alguna a las consecuencias, se orientó en un sentido divergente respecto a la legalidad y legitimidad democrática. Desde entonces, ambas, legalidad y democracia, llevan rumbos dispares. En realidad, la sentencia del Constitucional podía haber sido otra y debía haber sido otra. Podía haber establecido que, tras treinta años de democracia, el Parlamento catalán y el Parlamento español, junto con el pueblo catalán autorizado por la Constitución, habían interpretado el artículo 8 y la mención de las nacionalidades en el sentido concreto que hacía de Cataluña una realidad nacional. Porque ese era uno de los sentidos posibles para concretar aquel artículo constitucional. El alto tribunal no tenía ninguna razón legal suficiente para rechazar como inconstitucional una decisión política tomada con el acuerdo de todas las instancias democráticas y legales de la Constitución. Al oponerse, adoptó una decisión política contraria a la tomada por todas aquellas instancias políticas legales. Así se abrió una crisis de régimen sin precedentes.

Pero en lugar de reconocer que ese camino que separa legalidad y democracia corrompe por igual a las dos dimensiones de la vida política civilizada „que no puede basarse sólo en una de ellas„ las fuerzas políticas españolas y catalanas, con una inmadurez que causa asombro y estupor entre sus pares europeos y americanos (este es el sentido de su silencio y no el de una posición calculada para apoyar a uno u otro de los contendientes), siguen insistiendo en desgarrar el país, atrincherados cada uno en su parte de verdad, ya convertida en mentira. Y llegados aquí, la solución sólo puede venir de un gran acuerdo, desde luego, fruto de una reflexión compartida y capaz de identificar el error de partida. Si esa reflexión se diera, las dos partes deberían ofrecerse tiempo, antes que cualquier otra cosa. El mayor obstáculo para ello es que el PP ha leído mal la historia de los treinta años de la democracia española. Porque cualquiera que conociera la historia española de los últimos seiscientos años debería haber comprendido que el acuerdo de 1978 no podía ser el definitivo entre Cataluña y el Estado. Pero en lugar de preparar ese momento con inteligencia y cooperación, desde el segundo Gobierno Aznar se ha creído necesario preparar ese momento inevitable desde la tesis de que Cataluña ya tenía mucho más de lo razonable y de que tenía que prepararse para ser una región española más. Esto es: de que se usaría la legalidad de la manera más restrictiva posible.

Como es natural, eso dejaba sin reconciliación posible a la legalidad con la realidad política democrática. Y ahí estamos. Sin desmantelar esa mentalidad ni siquiera se comprenderá la necesidad de concedernos un nuevo tiempo. Pero si por un milagro se llegara a esa situación, se podría pactar, con elecciones catalanas de por medio y con ofertas claras y definidas por los diversos partidos (Estado propio, independencia, reforma federal, regionalismo español), la manera, la pregunta, el tiempo y el sujeto político convocado. Y darnos todos la seguridad de que encararemos el futuro de una forma civil, limpia y franca, una que se niega a separar para siempre en España la legalidad y la democracia.