Caí rendido al solemne bostezo tras leer Cadena de mentiras (Levante-EMV, 13/3/14) de J. V. Yago. Otro que se apunta al carro de las constantes macabras: «la educación va a la deriva», «el mundo se acaba», etc. Otro osado que niega evidencias pedagógicas para edulcorar supersticiones dogmáticas de diván: «los alumnos no se acercan a las buenas letras», «abominan del esfuerzo» o «se bajan los listones lo que haga falta». Parece fácil ridiculizar y demonizar al alumno, ¿verdad? Se trata de un gesto impropio para un tipo en apariencia ilustrado, representativo de la flora y fauna docente.

Yago caricaturiza una generación inexistente, irreconocible. La juventud actual destaca por su inquietud e inconformismo. Se aburren en el aula, pero, ¿a quién achacar culpas? ¿Y si el tedio fuese un síntoma de salud? La hartura de los adolescentes es una pataleta contra la obsoleta clase magistral, símbolo de la dominación del maestro „que todo lo sabe„ frente al sumiso alumno, que todo digiere sin rechistar. ¿El retorno a «la letra con sangre entra»? ¡Nunca! Debatamos sobre la educación sin poltronas ni arrogancias: el imperioso contexto social, económico, político y científico-técnico exigen un cambio en la docencia.

Si acaso parece poco, el retorcido Yago considera que «la nueva didáctica es una cortina de humo». Desairar a autores como Gardner, Perkins o Dewey resulta una falta de rigor científico inexcusable. Opinar a la ligera sobre educación ejemplifica una dolencia profesional indigna de un individuo que aprecie su quehacer. Si en sanidad aspiramos a la excelencia, ¿a qué se debe tanto anhelo mediocre en la enseñanza? Matemos egos, pues urgen alternativas creativas a la educación y la ciencia aporta muchas de éstas. ¡Basta ya de hechiceros pedagógicos! Falta un cuerpo docente que apueste por una educación práctica, constructiva y crítica. De los políticos, mejor ni hablar.

Los discursos pesimistas distorsionan la realidad. La educación necesita de mentes holísticas, no mandalluvias. Sobran docentes acomodados, inseguros, aburridos, apoltronados en prejuicios medievales. ¡Mójense! Claro, que para ello se necesita desencadenar „desencadenarse„ de las mentiras.