Hay una cosa que tienen en común las sierras y las llanuras: el agua es su amenidad. El agua y sus consecuencias: el terciopelo de las algas, el aliento del bosque, el visceral ensimismamiento de la coliflor, el granulado papilar de la berenjena. Fui a Sueca a la presentación de Animals de séquia, un libro escrito por Rosa Roig y muy inteligentemente ilustrado por su hermana Manola y me encontré con un poema de agua, de fluidez, de valor. Parece un libro para niños pero, como precisaron las autoras, es más bien un lugar de recreo y ensueño para adultos que no han olvidado al niño que fueron: el Principito y su planeta privativo.

Lo esencial permanece invisible a los ojos. Y más si hay juncos y neblinas que enmarañen la percepción. El arrozal tiene una respiración dilatada con largas inundaciones y vaciamientos. Y todo crece al ritmo de esa compás lunar: el fluir del agua y sus criaturas, «de la Séquia Major i de les seues 26 filloles». Solo los temores, la «ungla negra», se desbordan en las sombras duras del mediodía o en alta noche cuando se oyen rumores fugitivos y, afuera, unas garras trazan sobre la puerta el enredado ovillo del miedo. Pero vivir significa adaptarse a unas pocas y sencillas verdades i «a qui té por/ de merda li fan la fossa». Este libro también es, claro, un bestiario con la correspondiente cuota de animales fabulosos en la tradición de Lucrecio, de Borges, de Martí Domínguez.

Toda esta belleza no se cría sola: la ampara el trabajo humano y la amenaza la insolvencia de algunos políticos. Aún no tenemos garantizados los aportes de agua que aseguren la pervivencia de la Albufera. Si no nos mata antes la incuria, el agua que alumbró el chispazo de la vida, muchas veces en infinitos ciclos, se encargará, como mandan los cánones diluviales, de aniquilarla (el fuego se aplica a destrucciones locales, como la de Sodoma: Yavé es partidario de las quemas controladas). Y en la misma agua, en su ondulante útero, no mucho después, volverá a desanillarse, como una serpiente, la trama de la vida.