Nunca dejará de sorprendernos lo que una ciudad pueda esconder en sus tripas. Es conocida una de las leyendas urbanas de Manhattan que habla de familias adineradas, extravagantes y de vida supérflua, que al regresar de sus vacaciones en Florida traían consigo algún caimán como mascota para sus niños. Cuando los bichos crecían y eran demasiado grandes para tenerlos, la familia se deshacía de ellos arrojándolos por el inodoro. Robert Daley escribió un libro, «El mundo bajo la ciudad», en el que cuenta relatos espeluznantes sobre los caimanes albinos que pululan por las alcantarillas de la Gran Manzana.

A ciencia cierta nadie puede asegurar la existencia de tales especímenes correteando por debajo de las alfombras de Tiffany, pero pone los pelos de punta que pueda ser verdad. Sin embargo, hay otras historias que, sin pizca de ficción, también ocurren en las entrañas de una ciudad y son aún más estremecedoras.

Una mañana de julio de hace ocho años, un accidente de metro en Valencia se saldaba con la escalofriante cifra de 43 muertos y 47 heridos. Faltaba poco para la visita del papa y, por lo visto, nada podía aguar la fiesta a los indignos encargados de los preparativos. De un carpetazo se echó la culpa al maquinista muerto y aquí paz y allá gloria. Pero las cosas nunca son tan evidentes. Las investigaciones posteriores echaron a faltar unas balizas que habrían reducido la velocidad del convoy al entrar en la fatídica curva. Sin embargo, nadie se responsabilizó de esa carencia. Desde entonces, los familiares de las víctimas sufren con desespero. Como vemos, hay lugares cuyas tripas encierran asuntos peores, más dramáticos, ruines y miserables que el de los saurios de Manhattan.

El caso es que a veinte metros bajo el suelo unos quizá encontraron el cielo, pero algunos responsables de aquel drama se dieron de bruces con el infierno. Muchos de estos son de los que no tienen moral ni ética pero se rodean de crucifijos y van a misa como quien va al retrete a purgar sus males, pensando que con eso ya es suficiente para no tener que dar explicaciones a nadie. Puestos a hablar de leyendas, quizá es que quieran seguir los pasos de la que cuenta John Milton en su «Paraíso perdido», donde habla del problema del mal y del sufrimiento y por qué un Dios bueno y todopoderoso decide permitir que existan cuando le sería más fácil evitarlos. Y claro, ellos, tan religiosos, no quieren contrariarle.

Es inconcebible que a día de hoy no se haya hecho otra cosa más que marear la perdiz sin que nadie se haga responsable y sin comprender algo tan sencillo como que una de las cosas que nos hace viajar tranquilos es precisamente que todo no dependa de quien está a los mandos de la máquina. Apañados estaríamos. Eso significaría que nuestra vida diaria sería una permanente lotería.

Dudo mucho que en las tripas de Valencia haya cocodrilos, pero anida otra especie de reptil ciego. La del irresponsable, incapaz e incompetente que escaqueó unas simples balizas que podrían haber salvado todas las vidas que allí se perdieron.