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Jesús Civera

Reformas y contrarreformas

La idea de que la quiebra del mercado provoca cambios profundos -incluso de choque social- fue una tradición en la izquierda hasta que la asumieron los neoliberales en los setenta. Cambios económicos, políticos y, por supuesto, morales. Sobre el suelo de esa idea, y de las posibles transformaciones, se está adaptando mejor el PSOE que el PP. La preocupación por el déficit encierra una excusa para atacar los programas sociales: esta tierra es un ejemplo vivo. Si se acepta el axioma del déficit que impone el Gobierno, no se puede cubrir la sanidad. Las barreras que se están situando por Motilla del Palancar provienen en parte de ahí, además de las postergaciones acumuladas durante decenios detonadas hoy al calor del escaso negocio derivado de la crisis. Pero después están los cambios políticos y su arteria ancestral, el encaje de España, que tiene que ver con la reforma de la Constitución. Desde el XVIII, si bien se mira, en España no se habla de otra cosa.

Mientras el PP se blinda sobre una idea de España sujeta al concepto del Estado-nación y restregada por la historiografía españolista y franquista como un artefacto «científico» -cuando España es un articulación mal cerrada y de hace cuatro días-, el PSOE al menos intenta buscar vías para ensamblar los territorios y evitar las posibles fracturas. Ximo Puig es una pieza clave en ese rompecabezas que pretende exorzizar el viejo inmovilismo. Una vía intermedia frente al monolitismo conservador: la marcha de Cataluña viene en parte provocada por el choque del PP con la reforma del Estatut aprobada en el Parlament. Por último, la cartografía moral y el cambio de mentalidades constituye hoy una invitación a la duda. Una parte de Compromís y Podemos miman esas dudas: captan y atraen el hartazgo y el desencanto de la calle, a la que se le han hundido las referencias, y están actuando sobre todo como vías de oxígeno ante la decepción de los partidos «institucionales», que decidieron hace tiempo no escuchar los ecos de la calle. También son esas formaciones, si se me disculpa la impertinencia, las que mejor p0drían refrendar hoy aquello que se cantaba en la naciente democracia: «contra el franquismo vivíamos mejor». A esos partidos de La Sexta (algún día, alguna tesis doctoral buceará sobre la contribución del señor Lara y del señor García Ferreras a la mutación del electorado a base de esculpir estrellas de la política: se podría leer de nuevo «Informe sobre la información» de Vázquez Montalbán para constatar su tesis llevada hoy al laboratorio de Pablo Iglesias y Lara), los partidos de La Sexta, decía, se dedican a animar el cotarro y a impugnar a las mitologías y a los santones, pero han de comenzar a plantear soluciones y construir su particular New Deal más allá de los inventos del TBO. O acabarán rememorando la pelea de dos calvos por un peine. Votos masivos aparte, claro.

Mientras en La Sexta se divierten con las audiencias y los juegos del politiqueo, en España hay dificultades enormes para replantear una nueva organización territorial, una descentralización política y no solo del gasto, una reforma constitucional obligada y unas políticas que no dejen fuera del sistema a masas de población cada vez mayores. Y en sus ramificaciones, las desigualdades, la lucha contra el deterioro democrático y la coraza del bipartidismo y el inevitable freno a los populismos de todos los colores. Esa voluntad reformista para alejar defectos estructurales que acechan cualquier posiblidad de renovación es la que parece obstruida en la actualidad en el PP de Rajoy.

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