Conocí a Jordi Pujol en un acto que organizó Eliseu Climent en Barcelona. Yo estaba casualmente en la ciudad con mi aura de blavero irredento, que después concreté en mi libro Carta a Catalunya d´un nacionalista valencià, que me publicó una de las editoriales más catalanistas de Cataluña.

Jordi Pujol era la quintaesencia del patriotismo catalán. Nadie dudaba de él en aquellos momentos. Comandaba la Generalitat catalana con una clara ambición: impedir que se pudiera reconocer un valenciano diferente del catalán. Esto es lo que firmó años después con nuestro führer Eduardo Zaplana y José María Aznar para garantizar la estabilidad de la derecha, y que dio lugar a todo lo que dio lugar. Si Josep Tarradellas había sido la imagen de un catalanismo sensato y añejo, Jordi Pujol era la vistosidad de un catalanismo enérgico que no dejaba nada al azar y, sin afirmarlo rotundamente porque la astucia siempre es necesaria en el juego político, defendía obsesivamente la viabilidad de los Países Catalanes que había preconizado Joan Fuster.

Ahora, al cabo de los años, la verdad ha salido del pozo como en el cuadro decimonónico. Jordi Pujol, cuando estaba hablando de patria catalana estaba refiriéndose a su cartera. Ese esfuerzo grandilocuente de capitán de los valerosos catalanes estaba únicamente dedicado a vaciar los bolsillos de sus conciudadanos y reafirmar su trayecto de millonario.

En la familia ya el padre había despuntado con el caso de Banca Catalana, donde desaparecieron cientos de millones de pesetas de las que ya nunca se volvió a saber. Jordi Pujol convirtió la Generalitat catalana en un duplicado de la entidad bancaria con la que se aseguró una vejez digna para él y para todos sus descendientes.

El entramado mafioso de la familia Pujol es mucho más ingenioso que cualquier novela de Mario Puzzo. Incluso es más arrogante, porque los tejemanejes bancarios se hacían directamente a nombre de los vástagos del amado líder. Se creían intocables. Bueno, de hecho lo son, porque por mucho menos cualquier ciudadano de a pie ya habría pasado por el calabozo.

Ahora se entiende con la nitidez del día aquel amor tan desinteresado por los Países Catalanes. Si con la Generalitat catalana se podía esquilmar hábilmente toda la riqueza de Cataluña, ¿qué no hubieran conseguido con un gobierno autónomo que controlara también Valencia y Baleares? El objetivo de la independencia sería en este caso patente de corso para poder arramblar con todo sin ninguna cortapisa. Cuando Pujol pactaba la lengua unida, estaba pensando en todos los territorios unidos y el caudal de dinero que aquello le podía reportar. Y no estaba pensando en él mismo, sino en sus descendientes, porque ha demostrado ser un pater amantíssimo.

En estos momentos todos señalan a Jordi Pujol porque se ha descubierto el pastel y parece el único responsable. Pero los partidos políticos que lo apoyaron y que con él se coaligaron fueron igual de responsables. En un país normal, los desmanes pujolistas, solo denunciados por el valencianismo popular, habrían arrastrado a los dos partidos mayoritarios y habrían obligado a un gran replanteamiento institucional. Pero aquí no pasa nada.

La gran moraleja es que el patriotismo moral empieza en el extranjero. En Suiza, por ejemplo.