Los acontecimientos que estamos viviendo, que muchos dicen históricos, revelan para mí la condición de una parte de la sociedad política catalana, organizada en ERC y CiU. En su agitada sucesión, constituyen una cascada de síntomas. Todos juntos me imponen la impresión de que estamos ante hombres de una mentalidad arcaica, incapaz de adecuarse de forma plena a la modernidad política. Su mayor cohesión nacional no suplirá su déficit de estilo, sus limitaciones intelectuales y su escasa compresión de la estructura civilizatoria del derecho. Si España es una nación tardía, como creo, Cataluña es una nación arcaica. Ninguna de las dos cosas son buenas.

Primero fue la presencia de Pujol en el Parlament. Todo en ese acto fue sintomático. Desde la comida con la presidenta o el rendez vous del presidente de la Comisión, hasta el tono obsequioso de sus correligionarios, para concluir con veladas amenazas para mantener la omertà, allí se escenificó la idea de que, por encima de las instituciones, de su lógica y de su sentido, estaban las relaciones estrictamente personales, propias de un patriarcalismo arcaico, que sugiere que tras la fachada y el ritual parlamentario lo que de verdad funciona es una profunda inclinación reverencial ante el jefe de una familia que, según todos los indicios, operaba como una especie de fisco B. Tal confusión entre patrimonialismo privado e institución pública sugiere que esta última es comprendida por muchos como el lado visible de lo invisible, lo que solo se revela en síntomas. Y lo invisible es una organización oligárquica bien instalada que opera con sus relaciones privadas tras una pantalla institucional.

De ahí que Pujol pudiera permitirse mostrar su autoridad paternal con los presentes y dar lecciones morales, todas ellas basadas en la identificación de su persona demiúrgica con una Cataluña esencial, más profunda que la institucional, la nación que él ha construido. Es obvio que tras esa actitud se esconde una consideración que hace del Parlament una institución sometida a una autoridad superior, cuyo valor es personal y ajeno a la ley. Que ERC y CiU se sometiesen a este ritual en el Parlament, nos muestra una mentalidad política que no es capaz de tomar en serio y con objetividad sus propias instituciones, sino sólo en la medida en que están en manos de un sujeto personalizado y esencial. En suma, una sociedad arcaica que confunde la casa y su complejo ámbito de relaciones con la res publica.

Los argumentos que precedieron y sucedieron al acto de convocatoria del referéndum no son menos sintomáticos. Ya lo fue el hecho de querer tapar con la firma de la Ley de Consultas la noticia de la comparecencia de Pujol. Una vez más: lo más sagrado, una ley que auto-otorga poderes constituyentes a Cataluña, pues le permite convocar al pueblo catalán al margen del pueblo español, se usa para disminuir la relevancia pública de la comparecencia de un presunto evasor al fisco, cuya fortuna no ha sido explicada. A esta confusión de una dimensión política con la dimensión privada más inquietante, es quizá lo que Mas llama astucia, una virtud que es más propia de una batalla privada que de la transparencia institucional que debe tener la política cuando aborda temas que afectan a la totalidad de un pueblo.

Después no mejoró la situación. Tanto Junqueras como Mas afirmaron que tienen derecho a votar. A eso se reduce su argumento. Ese derecho es considerado como una exigencia democrática absoluta. Quien impida su ejercicio se convierte en un antidemócrata que violenta el derecho. Quienes tenemos suficiente edad como para recordar el referéndum sobre las leyes fundamentales de Franco o las votaciones de ciertos regímenes totalitarios, sabemos que el valor absoluto no es votar, sino que se vote con garantías de pluralidad, igualdad, serenidad, paz, en una libre competencia en la que los poderes públicos ejecutivos sean imparciales. A veces, oponerse a ciertas formas de votar es una exigencia democrática. La menor reflexión obliga a preguntarse si este referéndum cumple las condiciones suficientes para invocar un derecho absoluto. Desde el principio se ha decidido el calendario, las confusas preguntas en serie, el censo y el plan de acción de forma unilateral y desde el ejecutivo, contando con su participación activa y parcial, y dejando a las demás instancias de la política y de la sociedad española y catalana la única opción de aceptar sus planteamientos.

Todo estaba marcado desde el principio y es fácil que este trágala sea una nueva invocación a la astucia. Que el Estado debiera haber ofrecido opciones de diálogo francas y claras, no impide considerar que, por el lado de Mas y Junqueras, ha existido una intransigencia igualmente notoria. La ratio de todo el proceso desde el principio es, como he venido diciendo, la plebiscitaria, y ahora, en la situación decisiva, tiene que revelarse como lo que sostiene todo el proceso. La misma alocución de Mas a los ciudadanos para que apoyen en la calle la consulta, reconoce que esa es la base de todo. Ese llamamiento genera un clima político que haría dudosa la libre expresión de posiciones. La democracia plebiscitaria no está exenta de coacción, pues para sus defensores el pueblo no es la totalidad de ciudadanos, sino el conjunto de los ciudadanos movilizados en la calle a favor de la opción gubernamental.

Civilizado no parece este planteamiento. Consciente de lo que implica el derecho, tampoco. Voluntad de generar el clima en el que la paz civil deje brillar la capacidad del derecho de auto-reformarse, en modo alguno. Aun el más simpatizante con los derechos nacionales de los catalanes, tiene que reconocer que toda esta astucia ha generado un clima de crispación que tiene bien poco de expresión libre y serena de los intereses y puntos de vista en liza. Esto les da igual a los impulsores del proceso, porque el proceso en cierto modo ya ha realizado lo que el referéndum sólo tiene que aprobar y sancionar. De hecho, Mas ya opera como si se hubiera aprobado lo que el referéndum dice que se ha de aprobar: la plena auto-referencialidad de Cataluña. Para Junqueras y Mas, ellos son Cataluña, saben lo que quieren y no existe la más mínima diferencia entre lo que ellos quieren y lo que Cataluña quiere. La votación no hará sino aclamar esta voluntad.

Por encima de todo, la consideración básica es que, en el fondo, la legalidad española no es legítima. Su vida en el seno de esta legalidad es puramente una cuestión de astucia. Sus pactos, compromisos, reconocimiento, juramentos, todo eso es puramente una estratagema. La verdadera institución no es la legal, sino la invisible, la que ellos son. Al arcaísmo de los líderes de Cataluña naturalmente no le va a la zaga el arcaísmo mental de muchos políticos españoles. Pero a pesar de esto, España goza de una institucionalidad suficiente y merece ser tratada por los líderes de Cataluña de otra manera, dando una oportunidad a un derecho mejorable, porque el actual vigente no es básicamente injusto.

Los padres fundadores de la Constitución americana, hombres sobrios y prudentes, entre los argumentos que esgrimieron contra los anti-federalistas, que propugnaban una muy limitada red de pactos confederales, dieron uno a favor del federalismo que sigue siendo solvente. Dijeron que las pequeñas comunidades políticas caen en poder de oligarquías que pervierten el espacio público, con una escasa competencia y con un nivel de exigencia mínimo. Pero al dominar las instituciones de forma continua e incondicional, las ponen al servicio de sus intereses, por lo que pervierten las relaciones privadas, en la medida en que juegan con ventaja en la vida económica y social. La competencia de elites, la mejora de su formación, la necesidad de acreditarse ante un público amplio, la mejora de los criterios de excelencia, todo ello, son beneficios de los estados federales. Desde luego, sólo pueden ser críticos con estos políticos catalanes los que también lo sean con muchos de los políticos españoles. Pero no podemos olvidar que, a pesar de todo, la secesión no romperá sólo una unidad política, sino que romperá también una unidad social. Y hará que las dos sociedades resultantes sean peores y más dominadas por sus oligarquías respectivas, ancladas en sus mentalidades arcaicas. Creo que España y Cataluña se merecen una oportunidad. Por todo lo que han sufrido juntas. Por todos los que queremos otra Cataluña y otra España, que dejen atrás los síndromes de naciones arcaicas y tardías.