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Televisión política

En un país normal los políticos no solo quieren controlar qué dicen los medios de comunicación, sino también salir en ellos. Televisiones, periódicos y radios sirven para acercar la política a los ciudadanos y los medios usan a los políticos para llenar páginas y horas de programación barata. «Quid pro quo, agente Starling», que diría el doctor Lecter.

En España, que no sé si ha dejado de ser un país normal o es que nunca lo fue, los políticos que se someten a la opinión pública a través de los medios son una excepción: hemos llegado a un punto en el cual si un ministro acepta preguntas cuando acaba de presentar su dimisión se le considera un héroe.

Este domingo, sin embargo, tuvimos una doble dosis de lo contrario, de políticos que salivan cuando ven las cámaras y en el caso de Pablo Iglesias concebido en la pausa publicitaria de alguna tontertulia y crecido, cual lagarto, al calor de los focos de un plató.

Tuvimos, decía, a Iglesias en un sofá con Mejide y a Mas en el Palau de la Generalitat con Pastor. Llegó un momento en el cual mi televisión se recalentó con tanto ego junto, pero de formas muy diferentes, ya que mientras en el chester se revolcaban la intrascendencia y el falso canallismo, Pastor se volvía a Madrid con el rabo entre las piernas: cuando planteas las entrevistas como una batalla corres el riesgo de perderlas (y no es la primera vez que le pasa).

Y mientras, en la terreta, Alberto Fabra no sólo no aparece en los medios (no recuerdo cuándo fue la última vez que el Molt Honorable concedió una entrevista a este periódico o a cualquier otro) sino que cierra la radio y la televisión públicas. En esto, como en tantas otras cosas, los valencianos no encontramos consuelo: «¿Han dejado ya de llorar los corderos, Clarice?».

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