España necesita que pase algo», decía un joven despierto en La Sexta, en el programa que Salvados dedicó al 9N y emitió el mismo domingo. Luego, un sevillano catalán aseguraba que «no nos pueden callar la boca» y afirmaba que iba a ir a votar. La razón: «Que el Estado nos lo pone muy difícil». Albert Rivera afirmaba días atrás que el problema del independentismo era la falta de prestigio de España y la degradación de su vida política. Tiene toda la razón. Lluís Llach apoya la misma tesis: en 1978 se esperaba que España fuera un país normal. Pero no lo es. No lo ha sido. «Un Estado caótico de perversión de la democracia», afirmaba Llach, decepcionado por la evolución política de nuestro país. El martes pasado yo mismo denunciaba desde aquí a las inteligencias inútiles que no comprenden la realidad ni por sí mismas ni por otras. Tres años ha tardado el señor Rajoy en darse cuenta de que «la gente quiere respuestas» y de que hay que «devolver a los españoles la confianza en la política». Estas expresiones dan la impresión de que se haya enterado de algo. Pero no es así. En su esquema de juego sigue operando el paternalismo y la arrogancia. La ciudadanía no está para que le devuelvan nada y desde luego no cuando lo diga Rajoy. Aquello que necesita España no va a ser un regalo del presidente del Gobierno. Lo que quiera que pase exige que todas las estructuras políticas españolas, desde las leyes a los hábitos y a las mentalidades, cambien su ser. No parece que haya en Rajoy flexibilidad ni inteligencia para ello.

¿Pero qué probabilidades hay de que la inteligencia acabe dirigiendo este proceso? Por no hablar de la emoción dominante. Llach miraba en la tablet un concierto suyo en la España irredenta, todos unidos con las manos cogidas. Describe ese espectáculo, que él protagonizaba por doquier, como un «inmenso potencial de convivencia». Eso también es España, dice. ¿Pero lo sigue siendo? David Fernández, el líder de la CUP, sacó un vídeo de propaganda de los que dan ánimos a votar: en él se dice que muchos iban a votar por Lluís Companys, el último presidente de la Generalitat, o por Guillem Agulló, el joven militante nacionalista valenciano que fue asesinado en Burjassot, o por Salvador Puig Antic, el último de los ajusticiados por Franco. Pro patria mori. Después, otro vídeo de los anarquistas catalanes, de la misma hechura, recuerda a todos los corruptos por los que no irían a votar, muchos de ellos promotores del día 9N. «¿Inmenso potencial de convivencia?».

Algo se ha colado en nuestras vidas, de repente. Yo no tengo en Facebook muchos amigos ni lo uso mucho. Pero de repente veo que unos se adhieren con entusiasmo a las denuncias de Podemos contra la casta, otros insultan a los de Podemos como otra casta. Las posiciones ya son frontales y un poco histéricas. Como los vídeos de los que alientan o rechazan la consulta. Unos, con un mensaje subliminal extremo, manifiestan que votan por un muchacho asesinado por los neonazis, o por el último ajusticiado por el dictador Franco. Como si los partidarios de la independencia lucharan actualmente contra la dictadura y sus herederos. ¿Es eso España? Eso ofende a todos los que estamos contra la dictadura y los neonazis y queremos una democracia de calidad en España. El vídeo hace creer que vivimos bajo el mismo poder de los que mataron a Companys o que se vota para escapar de un Estado que tiene algo que ver con los que mataron a Guillem Agulló.

«La política es caníbal», dice David Fernández. Y en eso parece que la han convertido, añado yo. Llach afirma que los defensores de la autodeterminación son en Cataluña el equivalente a Podemos. ¿Y si entre todos se llegara a cambiar este país, entero, aquí y allí? Porque no tenemos evidencias de que haya grandes diferencias entre CiU y los políticos del resto del país, y porque, como dice Iceta, no se podrá hacer nada sin pactos. ¿Por qué no generar una mayoría en toda España capaz de ofrecer garantías de que se resolverá el problema catalán con métodos civilizados y de que además se cambiarán los hábitos y las prácticas políticas de arriba abajo en todos los sitios? ¿No ha identificado la inteligencia los problemas? Claro que sí. Veamos el artículo de Muñoz Molina del pasado domingo. Reorganizar la administración pública, despolitizarla, eliminar las estructuras paralelas de funcionariado, y reorganizar los controles de legalidad para las administraciones presidencialistas. «Podría gastarme todo el presupuesto en papel higiénico», solía decir Manolo Tarancón, cuando era presidente de la Diputación de Valencia, para ejemplificar lo que eran sus competencias como alcalde de alcaldes. ¿Es razonable? ¿Tiene algo que ver con esto que la presidenta de la Diputación de León esté muerta y su sucesor en la cárcel? Claro que sí. Respondiendo al problema, los jueces, según decía este periódico el sábado, han sentenciado que los cargos de libre designación deberán ser motivados. Los cargos y los ceses. ¿Acaso no es de sentido común reconocer el mérito y la idoneidad profesional para nombrar y cesar?

La corrupción es la respuesta inevitable a un déficit estructural de la democracia española. Quien no se disponga a cambiar ese déficit no puede escapar a la sospecha de que va a aprovecharse de él. Así esperaba el resultado del «proceso de participación» catalán, consciente de que la solución no está en Barcelona, sino en España. Los que no cesan de decir que el asunto concierne al constituyente español, si fueran sinceros, deberían poner encima de la mesa las medidas para arreglar el problema. Con afirmar que somos libres e iguales bajo nuestras leyes no se logra ni se soluciona nada. Resulta evidente que necesitamos mejores medidas. Una mirada adecuada debe atender a la pregunta de qué responsabilidades hemos contraído para que el problema catalán esté donde está. No basta decir que el Estado tiene que hacerse más presente. La cuestión es qué tipo de presencia y qué tipo de Estado. Si la presencia es la del ministro del Interior, entonces todo irá a peor.

Ahora es preciso estar igual de atento al proceso español y al proceso catalán. Hasta ahora solo había un proceso. Ahora hay dos, y todavía no está escrito cómo se van a relacionar. Pero con un Podemos en Cataluña no está claro que David Fernández mantenga el tipo con su alianza con Mas. Uno no puede evitar comparar su posición sino con un acuerdo imposible entre Iglesias y Rajoy. Hasta ahora, a los políticos catalanes les ha ido muy bien, porque contra Alicia Camacho, que habla como un guardia urbano de las películas de Martínez Soria, todo es muy fácil. Habrá que esperar el nuevo rumbo de las cosas. Pero no veo imposible un inicio de conversaciones de Mas con Rajoy. Si no logra descabezar a Junqueras, Mas todavía puede ganar tiempo en esas conversaciones, para lograr un arreglo con un PSC, que no será ningún rival y que desde luego necesita todavía más tiempo que él. Ese escenario es el más probable. En todo caso, en doce meses habrá nuevos interlocutores españoles y a Mas todavía le quedará un año, en caso de mantenerse en el poder, para ensayar nuevos rumbos con los futuros poderes españoles, antes de dirigirse a los catalanes con algo sólido en las manos.

Escucho a Forcadell de nuevo: «Ya hemos ganado». Junqueras simula alegría. Pero no es convincente. Un gran esfuerzo, un paso adelante, la enésima manifestación de la voluntad de independencia, dice el líder de ERC, desorientado en su entrevista, bajo la presión de las conversaciones secretas de Mas con el entorno de Rajoy. Se le plantea a Junqueras que dé su opinión sobre la declaración del ministro de Justicia, Catalá (por cierto, alguien presentable). Junqueras se niega. No comprende que un político como él no puede negarse a decir su opinión sobre las declaraciones de un ministro. Tras esa negativa se esconde algo muy sencillo: no hay nada que hablar con los ministros españoles. Mal camino. «Gran éxito», concluye Mas en su primera intervención.

Todo esto es ambivalente. Que una voluntad se tenga que manifestar por enésima vez, sugiere más bien que todo está dando vueltas como una noria. Con dos millones de votantes no hay una victoria clara. Junqueras habla de mayoría, pero no parece que la pasión haya prendido todavía de verdad en la mayoría, la de los mayores de 18 años. Por un momento, dice algo que suena sincero: «Si algún día ganamos los que estamos a favor de la independencia€». Al final, todo queda claro. Ganar para Junqueras significa aquí mayoría simple. Con este principio y voluntad, el pulso va a seguir, desde luego, porque los que tienen entre 14 y 18 años serán votos suyos en dos años. Ese es el tiempo que estará todavía la pelota en Madrid.