En la antigua Atenas, cuna de la democracia clásica, el ciudadano participaba directamente en política y el impacto de su labor era inmediato. La democracia era entendida como "gobernar y ser gobernado por turno": esto es, una verdadera forma de vida. Tras años de destierro de este modo de entender la convivencia social, serán las Revoluciones Liberales las que recuperarán la idea del "gobierno del pueblo".

Es evidente que la democracia en la actualidad se considera no solo como el tipo de sistema más justo, sino que es, además, el más extendido a nivel global. Pero ¿qué entendemos actualmente por gobierno del pueblo? Podríamos decir que es aquel sistema en el que los ciudadanos tienen la posibilidad real de participar directamente o por medio de representantes en la determinación del interés general. Y aquí es donde adquiere protagonismo un derecho fundamental: el derecho de sufragio, tanto en su vertiente activa (votar) como pasiva (ser votado).

El derecho de sufragio activo nos permite elegir a aquellas personas que ejercerán por nosotros la difícil tarea de determinar el camino por el que discurrirá el futuro de nuestra comunidad. Nuestros representantes electos discutirán los temas a tratar, aprobarán nuestras leyes, fijarán directrices de políticas públicas; medidas, todas ellas, que tienen una repercusión directa en el día a día del ciudadano. A través del derecho al voto, podemos, además, premiar o castigar la labor realizada por los representantes, y estos deben esforzarse para conseguir nuestro favor y confianza.

Por su parte, el derecho de sufragio pasivo permitirá crear candidaturas propias que dan al ciudadano la posibilidad de participar directamente en la toma de decisiones.

Pues bien, este derecho que resulta fundamental y de vital importancia para articular todo sistema que se denomine democrático ni es universal, ni está aún cerca de serlo.

Me explico. En un inicio, el sufragio comenzó siendo restringido por razón económica y/o educacional, y podían votar solo aquellas personas que tuviesen un cierto nivel en una o ambas categorías. Más tarde se instauró el sufragio universal masculino, y tuvieron que transcurrir varios años hasta la inclusión del género femenino. Lo mismo sucedió por razón de raza u otras particularidades. Y aunque afortunadamente estas restricciones han ido eliminándose progresivamente pese a las reticencias de una parte importante de la sociedad, todavía hoy una media del 10% de la población mundial (aproximadamente 100.000 personas en España), son privadas sistemáticamente a ejercer su derecho de sufragio por sentencia judicial firme.

De acuerdo con la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos de personas con discapacidad y derechos humanos de 2006, ratificada por España en 2007, estos colectivos no solo deberían de disfrutar de ese derecho fundamental sino que los Estados deberían promoverlo activamente. Y aunque últimamente diversas sentencias hayan devuelto este derecho a las personas afectadas, todavía queda un largo camino hasta llegar a la normalización en el reconocimiento universal del mismo.

Si entendemos que un sistema democrático será justo en la medida en que estén igualmente representados todos los intereses, preguntémonos si con la exclusión de ciertas personas quedan realmente salvaguardados esos intereses o si quedan todas las demandas sociales incorporadas en las agendas de nuestros representantes.

Pensemos, pues, qué tipo de democracia queremos, sin olvidar que en algún momento de la historia todos, de alguna forma, fuimos discriminados al ser privados de nuestro derecho a decidir.

Profesora de Ciencias Políticas. Universidad CEU Cardenal Herrera