Los tiempos políticos que vivimos en España se desenvuelven ya en un denso aire de fin de época. El declive de los dos grandes partidos ante la opinión pública (es decir, también en gran parte ante sus propios votantes) es ya un hecho incontrovertible. Nos encontramos en el umbral de un cambio histórico porque, según diferentes indicios, esa desafección hacia el PP y el PSOE no es momentánea. La desilusión ciudadana con ambas formaciones no obedece a un arrebato de ira, como insiste la propaganda oficial, sino a dos factores objetivos duraderos: el económico y el político.

Respecto al factor económico, un 27 % de la población infantil española malvive por debajo del umbral de pobreza, cifra solo superada en la Unión Europea por Rumanía. Esa desdicha va a pasar, además, a la siguiente generación, porque rebasamos incluso a los rumanos en la tasa de abandono escolar, el 25 %. El índice de paro juvenil es del 53 %, y el general, del 25 %, ambos los más altos de Europa. La deuda pública española roza ya el 100 % del PIB y, tras la quiebra técnica, el país se encuentra intervenido económica y políticamente, como muestra la reforma de la Constitución española perpetrada en 2011 por PP y PSOE al dictado de Angela Merkel, una jefa de Gobierno extranjera, para beneficio de los bancos alemanes y a costa de la salud y la educación de los súbditos españoles. Como efecto secundario de todo ello, muy pocos votantes del PP o del PSOE no sufren en sus carnes o las de sus parientes más cercanos el resultado de una debacle económica que pronto cumplirá ocho años y que ya sabemos no va a mejorar sustancialmente en el próximo decenio.

El segundo factor es político: la conciencia por parte de la ciudadanía de que ambos partidos han contribuido en buena medida a esta situación límite a lo largo de sus gobiernos sucesivos durante los últimos treinta años. Pues ambos partidos comparten no sólo un gran déficit democrático, sino la sumisión al poder fáctico financiero, como ha vuelto a demostrar el reciente regalo de 1.350 millones de euros de dinero público al empresario Florentino Pérez con ocasión del proyecto Castor o el gracioso perdón de 3.500 millones de euros que otorgó el Gobierno anterior al oligopolio de las compañías eléctricas en un país con casi cinco millones de personas en situación de pobreza energética.

El efecto devastador en el ánimo popular de estas estremecedoras tropelías se suma al conocimiento público de las tarjetas opacas de los directivos de Caja Madrid, que fue rescatada con 22.400 millones de euros ya bajo el rótulo de Bankia. El desaliento de los electores no obedece tanto a que hayan tenido que salvar con sus sueldos y pensiones de jubilación una institución bancaria que estafaba a sus clientes y compraba a los políticos y representantes sociales de los consejos de administración con emolumentos de escándalo y cantidades ingentes de dinero negro, sino que esta estafa a gran escala es solo una pequeña muestra del modus operandi habitual de nuestras clases política y financiera.

La actitud casi heroica de algunos jueces y funcionarios que están haciendo bien su trabajo ha permitido que la sociedad civil atisbe por primera vez la magnitud del saqueo al Estado por parte de sus representantes formales en los partidos políticos que han tocado poder (en mayor grado los que han gozado de mayoría absoluta: Andalucía, Madrid y Comunitat Valenciana en lo más alto). Los ciudadanos asisten ya no incrédulos, sino plenamente conscientes al espectáculo de tramas políticas organizadas de delincuencia que han expoliado el erario público durante decenios. Dado que ni siquiera existen datos oficiales del número de cargos de libre designación en España, esa cueva sin fondo de sinecuras y amiguismos, ignoramos qué parte del expolio es responsable de la falta de camas de hospital, de colegios, de medicinas y de atención a los ancianos. Intuimos que no es poca. Pero las advertencias de Jordi Pujol en el Parlament amenazando con la caída de todas las ramas del árbol si caía la suya, y la declaración de Felipe González defendiendo la honorabilidad ya indefendible del expresidente catalán no han pasado desapercibidas a casi nadie. Es la clase política gobernante de toda la historia de la democracia española la que se encuentra bajo sospecha.

No es esto lo peor para el sistema de turnos bipartidista que viene funcionando desde 1982. Lo peor para los dos partidos mayoritarios no es la corrupción sistémica ni la persistencia de la recesión económica, sino que ha surgido una alternativa de gobierno real, no contaminada por la historia reciente. De la desesperación ha nacido una esperanza, y la esperanza ejerce una fuerza en la vida personal y política irresistible.

Bajo el banderín de enganche de Podemos, un partido compuesto por jóvenes procedentes de la universidad que lee y no sólo memoriza, surgen a la izquierda del PSOE fuerzas políticas como Ganemos o Equo que se financian con las cuotas de sus afiliados o las aportaciones de sus simpatizantes. Conocen bien el adagio en virtud del cual la mano que da el dinero siempre está por encima de la mano que lo recibe, y se niegan a pedir créditos a las entidades financieras porque saben que estas les exigirán cuando lleguen al Parlamento que legislen a su favor; es decir, que legislen contra el pueblo.

Nadie sabe qué va a depararnos el futuro bajo la influencia de estos nuevos partidos, pero el efecto de la esperanza popular sobre el paisaje desolador de las élites políticas españolas es ya irresistible.