Agradezco que unos amigos me hayan enviado el trabajo Viejos y nuevos intelectuales, de Benito Arruñada y Víctor Lapuente. Comprendo que lo valoren con aplauso. Ellos son actores, cada uno a su manera, del progreso material español de las últimas décadas. De eso están orgullosos, y con razón. Tienen una honda preocupación por el futuro de este país, que es la base de nuestro trato amistoso. Es lógico que deseen reducir la crítica de muchas reflexiones sobre las realidades españolas. Para ello ese artículo parece que les ha ofrecido argumentos. Con ellos, me sugieren que sería más ecuánime ponderar las cosas buenas y dotarnos de una adecuada autoestima, hacer pie en lo que funciona y cambiar el pesimismo en optimismo. Si me mandan el artículo, supongo que consideran que comparto ese pesimismo frustrante. Me gustaría demostrarles que no es así y que el artículo, a pesar de su apariencia rotunda, es erróneo.

El referente teórico que citaban los autores es José María Marco. Era justa la cita. La tesis del artículo es la vieja de este consejero de Aznar: la culpa de nuestra trágica historia la tienen los intelectuales tóxicos que hace un siglo destruyeron la Restauración, y que al parecer hoy ponen en peligro de nuevo nuestra democracia. Confieso que cuando esa tesis se puso en circulación por primera vez, me impresionó. No solo a mí. Esa tesis inclinó a muchos profesionales de mi generación a una actitud constructiva. Ante la posición numantina e ilegítima de las últimas legislaturas de Felipe González, muchos consideramos que era oportuno consolidar la democracia española y colaborar con el cambio que representaba el primer Gobierno Aznar. Eso hizo que gente como Savater, Trías, Jiménez o Albiac, entre los principales, mantuvieran posiciones positivas respecto a aquella legislatura. Mi pequeña historia a escala valenciana tiene el mismo aspecto. Como muchos otros, sabíamos que la democracia española tenía pendiente una prueba de madurez: un Gobierno del PP que ejerciera el poder con normalidad y mesura. Hay que recordar el clima de crispación de aquella época, que no ha tenido parangón salvo en los días del atentado de Atocha. El primer Gobierno Aznar fue un alivio para el país.

Aquella actitud trajo complicaciones, pero ahora no se trata de esto. Hago esta pequeña historia porque juzgo importante recordar que los intelectuales españoles, cuando se los mira de uno en uno, no son tóxicos, como se dice en el artículo. Muchos compartíamos las críticas a Ortega y sobre todo a Luis Araquistáin, Azaña y Maeztu (que también por la derecha se destruyó la Restauración), y no queríamos ser acusados de erosionar «nuestro régimen liberal», como dicen Arruñada y Lapuente. Desde luego, creíamos que esa cooperación era de justicia porque sabíamos que el régimen de 1978 era más legítimo y digno de apoyo que el de la Restauración de Cánovas.

Esta historia tendrá que ser escrita con detalle, pero basta con lo dicho para recordar que la actitud constructiva de la mayor parte de la intelectualidad española no puede ser puesta en duda. El artículo pasa de puntillas sobre este hecho y se refugia en la construcción de un colectivo fantasmal y anónimo, el de los intelectuales tóxicos. Pero ¿quiénes son éstos? ¿Qué nombres y apellidos tienen? ¿Dónde están? ¿Qué publican? ¿De verdad que cuestionan el capitalismo y la economía de mercado, como dicen los autores? ¿Dónde están los intelectuales que defienden los sueños colectivistas, como se denuncia? ¿Dónde han descrito su utopía? Y por qué no hacerse la pregunta sencilla: ¿Cuál es la principal amenaza hoy para el régimen liberal? ¿No será la incapacidad de cambio de la dirección política, por completo ajena a los valores de la democracia liberal auténtica? No. Los populismos no son la causa de la ruina de las democracias. Son el efecto de esa ruina. Los responsables son los que hasta ahora han administrado nuestra democracia con insolvencia.

¿Qué forma de argumentar es ésta sin nombres y apellidos de los autores? Una muy vieja que niega el nombre al rival, no vayamos a reconocerlo como se merece. No. El artículo de estos dos profesores es simplificador, erróneo, superficial y falso, y sus autores tendrían que ser conscientes de que repetir la tesis de Marco quince años después es un hecho que debe ser explicado. En 1996 valía el argumento de que la afinidad ideológica no podía cubrir la corrupción que atravesaba las dos últimas legislaturas de González. Marco tenía razón. Veinte años después, la crisis por la que atraviesa la democracia española es cualitativamente diferente de aquélla. Y a su vez, es muy diferente de la que describieron los intelectuales tóxicos entre 1895 y 1914.

Esto es lo importante, y el artículo lo ignora. Lo que desolaba el espíritu de mis abuelos era el atraso general de la sociedad española, su déficit económico, cultural, religioso, histórico. Por eso simpatizo con la exhortación. Es preciso ponderar las cosas que funcionan bien. España es un país distinto y fuerte. Cada noticia positiva alegra mi ánimo. Da igual que sea la recuperación de cepas ancestrales en Valladolid, la polinización de la montaña asturiana con apicultores ambulantes, las cinco hectáreas de huerto que se han vuelto a roturar cerca de casa tras quitar los carteles de promociones urbanísticas, los descubrimientos de nuestros médicos, los éxitos de nuestro sistema de salud, el que seamos la octava potencia científica del mundo con mucha menos financiación que otros países. De todo ello me alegro: del dinamismo, resistencia, creatividad, profesionalidad de la sociedad española.

Esto hace que la crítica hoy sea diferente de las de 1914 y 1994. No criticamos a la sociedad española, a la que reconocemos su mérito. Criticamos que una parte mínima de esa sociedad, sus representantes políticos, hayan producido una crisis que ha puesto en peligro a la misma sociedad y la ha descapitalizado. El artículo dice que los intelectuales tóxicos exageran los problemas. Que vengan a Valencia estos señores a ver si exageramos. Los problemas han sido aumentados por nuestros gobernantes incompetentes, no por las invenciones de la crítica. Dice el artículo que en el fondo nos comparamos con referencias irreales. No. Queremos márgenes de corrupción como los alemanes o los daneses. Dice que se agregan muchos problemas hasta hacerlos inmanejables. De nuevo, no. Están muy aislados: se trata de una forma patrimonial de entender la representación política, con extremos componentes de oligarquía, incapaz de respetar el mérito, la preparación, la solvencia, que fomenta un espíritu conspiratorio atravesado por la complicidad, antesala del crimen.

Que se vea lo bueno de España es algo que se debe inculcar a la señora Cospedal cuando dice que nuestros políticos son igual de corruptos que la sociedad. No. Nuestra clase política, si es igual que nuestra sociedad, entonces es peor que ella y la empeora. Ella nos ha puesto en peligro con su mala fe e incompetencia, y cualquiera que vea las cosas buenas de España, a lo que me exhortan, debe considerar como algo positivo una ciudadanía que ha agotado su crédito a quienes no tienen un proyecto para nuestra sociedad. Me anima la energía del país, que es considerable. Pero me deprime su dirección política, que no tiene ni idea de cómo mejorarse a sí misma ni a la sociedad. Todo lo que nos ofrece es curar una herida profunda con la oferta de 400 euros al año de bajada de IRPF. ¿Es esto todo lo que tienen que proponernos?

España tiene un problema político. El económico, social, cultural y moral, podrían ser fácilmente solubles si mejorase la dirección política. Los intelectuales aquí, queridos amigos, no tienen nada que ver. En realidad no existen. Somos profesionales que tenemos opiniones y aspiramos a vivir en una sociedad democrática. Entre las opiniones y el Gobierno debe haber un contrato de cooperación. Nadie ha buscado esto. Nadie ha ofrecido a los profesionales de este país, del sector público o privado, un programa convincente más allá de bajarnos un impuesto que no arregla nada. Es hora de preguntar a los articulistas que mis amigos celebran dónde han visto las posiciones gradualistas, pragmáticas y complejas en nuestros directores políticos. ¿A qué propuestas de mejoras incrementales se refieren? ¿Dónde están las voces realistas, sosegadas y constructivas en nuestros directores políticos? ¿Debemos compararnos a Portugal, a Italia, a Venezuela y a Argentina, para sentirnos orgullosos de nosotros mismos? El señor Lapuente trabaja en Suecia. ¿Es que resulta inadecuado compararnos con Suecia? ¿Sería eso un idealismo estéril?

La batalla por la cohesión de Europa no ha hecho sino empezar. Puede acabar en tragedia o en éxito. Pero nadie puede aceptar a estas alturas de la experiencia española que nos descalifiquen como intelectuales tóxicos porque ejerzamos la crítica. Este reflejo arcaico del poder, que reclama la adhesión incondicional para evitar la descalificación culpabilizadora, era propio de otras sociedades en las que su gobierno también gozaba del poder espiritual. Esto ya no es posible. Tendrían que haber depurado a los corruptos de sus filas, facilitar su juicio rápido y objetivo, cambiar la forma de seleccionar a sus miembros, legislar para que los partidos se financien de otra manera, garantizar la posibilidad de que los ciudadanos dejen oír su voz en las organizaciones, impedir el patrimonialismo de cargos y garantizar el mérito para que volvamos a creer en ellos. Eso hace, por lo general, nuestra ciudadanía, a la que en muchos aspectos admiramos. Una experiencia de la que no pudo gozar Ortega.