Todos tenemos grabadas las imágenes del atentado perpetrado contra la revista satírica Charlie Hebdo, una dosis de escalofriante realidad que nos sacudió de inmediato la añoranza por las recientes fiestas navideñas. Como era de esperar, la reacción de la comunidad internacional ha sido inmediata, demostrando que no estamos dispuestos a permitir que el ruido de las armas puede silenciar a una sociedad que cree en la libertad, como un valor fundamental de la democracia. El presidente Francois Hollande afirmaba en el mismo lugar de la matanza que el atentado no era sólo contra el semanario francés, sino contra la democracia. Coincido en su análisis, ya que la libertad de expresión, la libertad de prensa y la existencia de unos medios de comunicación plurales, no atenazados por el yugo de la intransigencia, es uno de los mejores indicadores para determinar la salud democrática de un país.

Por desgracia, el fundamentalismo todavía no ha comprendido que con este tipo de asesinatos sólo consigue el resultado contrario al que busca, puesto que no existe argumento o coartada para justificar una barbarie semejante. Además, las muestras de dolor y respecto por las víctimas son una marea silenciosa que resuena pidiendo paz y libertad. Si en su momento hubo quien cuestionó la conveniencia de que se publicaran determinadas viñetas de Mahoma, justo coincidiendo con un momento de estallido radical islamista, después de lo sucedido en París la respuesta ha sido de condena unánime. En esa línea de repulsa, aciertan las instituciones y los miles de ciudadanos que han hecho suyo el lema de que «todos somos Charlie», puesto que estamos frente a un derecho que debe predicarse tanto a favor de quienes lo ejercen en su profesión diaria, como también respecto de aquellos otros que lo recibimos.

En este momento, y después de este terrible asesinato de al menos 12 personas, no cabe duda de que tenemos que agradecer a Charlie Hebdo su valentía, plantándonos frente a la sinrazón de aquellos que insisten nuevamente en querer cercenar la libertad de expresión, aunque fuera de una sencilla viñeta de humor, con la que empleando los lápices de la ironía se supo hacer frente al terror. Si como sociedad permitimos que se silencie un pensamiento, una crítica o un simple dibujo, lo único que se conseguirá es que las pistolas impongan la línea editorial, no sólo de los medios de comunicación, sino de nuestra propia vida.