No hace mucho que Luis Bárcenas salió de prisión y todavía recordamos cuando el PP nos insistió en la idea de que había sido víctima de las artimañas del extesorero. Parecía que los sobres que supuestamente circulaban por la sede de Génova eran una pura estrategia, diseñada para su defensa en juicio, mientras que la posible caja B se la había ingresado en una cuenta Suiza, desde la que les regaló la reforma de su sede central. Nos estábamos creyendo, como aseguraba Mariano Rajoy, que los casos de corrupción sólo afectaban a personas aisladas, que se habían aprovechado de la buena fe de sus respectivos partidos, pero en ningún caso debía generalizarse o hablar de fractura en el sistema democrático.

Lamentablemente, los últimos acontecimientos vienen a corregir nuevamente el optimismo de nuestro presidente. Por un lado, el fiscal anticorrupción que lleva la pieza valenciana del caso Gürtel ha pedido siete años y nueve meses de cárcel para el exvicepresidente del Consell Vicente Rambla y para el ex secretario general Ricardo Corta, acusados por tres delitos electorales en 2007 y 2008, así como un delito de falsedad documental en relación con una presunta financiación irregular del PP valenciano. Igualmente, Anticorrupción ha solicitado al juez Castro que investigue la compra de la sede del PP en Palma, también relacionado con una posible financiación irregular del PP balear. Cuando hablamos de estructuras regionales tan importantes como la de Valencia o Baleares, e incluso la propia de la Comunidad de Madrid, es razonable que dejemos de pensar en casos individuales de corrupción y miremos hacia una práctica consolidada.

Esta situación no se salva ninguno de los grandes partidos que han gobernado en España, puesto que los EREs o los cursos de formación en Andalucía salpican al PSOE, mientras que CiU tiene el caso Pujol, Palau o las ITV. Todo da a entender que cuando existió una hegemonía en el poder, sustentada sobre la mayoría absoluta de un partido político y acompañada por una época de bonanza económica, se tendió a una laxitud en los controles. Los partidos políticos franquiciaron la idea de que no había límites a la ambición personal de sus dirigentes, y ahora todas las medidas que puedan adoptarse por la trasparencia o contra la corrupción llegan tarde, puesto que estos casos seguirán golpeando nuestras conciencias y llamando a la puerta de los partidos.