Meses antes de que Andreas Lubitz estrellara su avión en los Alpes, un piloto holandés escribió un artículo para una revista gremial. En su trabajo, narraba que había algo de siniestro en compartir la cabina herméticamente cerrada del avión. Todavía la situación le parecía controlable mientras las dos personas se observan y vigilan. Pero aseguraba abandonar con cierta inquietud la cabina. Temía la locura que en esa situación pudiera pasar por la cabeza de su compañero, de repente un extraño. Su confesión, fruto de una sincera introspección (el miedo sigue siendo el origen del conocimiento), ofrece una crónica literal de lo que apenas dos meses después iba a pasar. No podemos dejar de considerar que quizá en este hecho hay algo relevante sobre lo que podríamos reflexionar.

Lo que invocaba el piloto holandés era algo así como una ley de naturaleza humana, una instancia bastante normal en las gentes que crecimos con la idea de que tal cosa existía. Nosotros creíamos que la soledad no es buena porque desorienta la mente. Cualquier latencia que una mente pueda albergar, sin duda emerge con más facilidad en situación de soledad. El piloto holandés expresaba el mismo miedo al vecino que el liberal Hobbes identificó como propio de la modernidad. Él se negaba a ser demasiado concreto a la hora de identificar los pensamientos de los que se cruzan en la calle con nosotros. Le bastó con definirlos en general como propios de lobos. Los pensamientos que en condiciones ajustadas de vida comunitaria presentan la condición de lo caprichoso, se imponen como dotados de cierta capacidad dominante y rebelde cuando estamos solos. Lo que resbala sobre nuestros pensamientos, en contraste con la normalidad del curso de nuestras acciones compartidas, en soledad muestra una extraña capacidad absorbente y reverberante, y adquiere una consistencia más propia de la solidez de lo onírico. Las viejas prácticas de autoobservación, cuando ésta era una capacidad destacable, podían identificar esos fenómenos con solvencia.

Estos hechos tenían cierta base teórica. La antropología hablaba entonces de una indeterminación básica en el ser humano que jamás se puede superar del todo. Por eso, los mismos autores que acuñaron la noción de homo absconditus, han teorizado acerca del papel constituyente de los roles visibles y de su necesidad para concretar la vida humana. Estos papeles sociales juegan como una máscara que nos impiden revelar la indeterminación que en el fondo escondemos. Marcan la diferencia entre lo privado y lo público y generan el espacio de la intimidad. La condición más básica es que nuestra relación con el rol es de flexibilidad, mientras la indeterminación es esencial. El problema lo complicó Freud cuando argumentó que eso que debía mantenerse en la intimidad, de vez en cuando podía emerger hasta hacerse visible. Freud llamó a eso lo siniestro, la realidad humana que asoma las orejas por detrás de los roles. Eso era lo que ese piloto holandés veía aparecer cuando el hombre de al lado se le presentaba bajo la forma de lo desconocido e indeterminado. Lo que tenía que quedar oculto, volvía a brotar a través del miedo. Freud habló de una experiencia semejante a cuando de un pozo cegado comienza a brotar el agua entre las piedras. La imaginamos subir, en secreto, silenciosa, inobservada. Cuando se hace presente, amenaza como una inundación. Nadie sabe hasta dónde subirán sus aguas subterráneas.

Cuando estas y otras verdades eran patrimonio compartido de la sociedad, se inventaron técnicas bastante eficaces para los casos en que esa indeterminación profunda presentaba una pulsión de manifestarse a destiempo, allí donde no debía, en medio de las realidades sociales, en la vida que debíamos compartir con los otros, en la existencia dominada por los roles. Esas técnicas eran ante todo de introspección. Por ellas, la intimidad aparecía con cierta lucidez ante cada uno. Ello podía reportar una cierta noticia acerca de lo inquietante que cada uno de nosotros alberga, una condición de realismo ético. Pero si uno no podía llegar a ver con claridad acerca de sí mismo, y esta ceguera le producía un dolor serio, o una viva inquietud, siempre estaba la posibilidad del trabajo psíquico analítico, atravesado por la comunicación y el lenguaje. Esta fue la oferta de Freud: alguien adoptaba el rol de observador tolerante y creaba la situación adecuada para que el otro pudiera atisbar en la fuente de sus inquietudes y desajustes. Lo más importante de esta técnica es que el individuo aprendía a ser observador de sí mismo. Y esto significaba que tenía reservas para no dejarse arrastrar por el curso indomable de sus propios pensamientos y representaciones. Al verse un poco desde fuera, generaba una perspectiva distante que le permitía distinguir entre el curso de pensamientos y el curso de la realidad.

Tenemos evidencias de que nadie así asistió al copiloto de Germanwings. Vivió su enfermedad en soledad y nunca llegó a adquirir perspectivas adecuadas acerca de su propia inquietud, de su aparente frenesí narcisista, que caminaba a la búsqueda de lo que él consideraba la perfección. Nadie que crea en la indeterminación básica del ser humano puede dejarse arrastrar por ese frenesí. En todo caso, nadie se enteró de lo que le costaba realizar su sueño inflexible, ni estuvo en condiciones de responder a la pregunta de por qué era tan imponente y tirano, tan exigente e incondicional. Nadie cuestionó por qué hizo coincidir su rol social de piloto con aquello que llenaba su indeterminación de forma absoluta. Nadie criticó seriamente, con efectos sobre su vida, que alojara su angustia más básica en su trabajo de piloto, de tal manera que no volar implicara manifestar la indeterminación básica, la que sólo podemos experimentar en la vida adula como muerte. Por lo que sabemos, atravesó consultas y se atiborró de pastillas y psicotrópicos, pero esa relación médica y esos remedios tuvieron lugar en el laberinto de la soledad. Esos médicos no tocaron su personalidad ni esos fármacos reconstruyeron un vínculo humano. En medio de la soledad, su baja médica acabó en una papelera, sin que ni su familia, ni su empresa supieran nada. Nadie estuvo en condiciones de conocer lo que estaba latente en su vida porque nadie le animó a que lo revelara. Nadie le presentó aquello que une a los seres humanos, la nítida voz de una pregunta. Nadie rompió el hechizo de sus tiránicas evidencias.

Este es un caso extremo porque ha costado la vida a 150 ciudadanos y porque el rol, que debía haber sido solo eso, un rol más, consistía en llevar entre manos una máquina llamativa, hoy objeto de una alarma mundial por la amenaza terrorista. Pero son legiones los paisanos que viven en el mismo torbellino desde jóvenes, sin otra luz que los destellos instantáneos de los fármacos. Entre manos llevan sus parejas, sus hijos, sus humildes horas, sus vidas intranscendentes, su formación, pero atravesadas por un sordo dolor. Al carecer de armas culturales para que ese dolor quede en la intimidad, o para canalizarlo a través de actividades creativas, lo dirigen contra ellos o contra los que tienen cerca, con efectos nocivos. Y no solo eso. Al tiempo que la educación se reduce hasta mínimos culturales, crece una comprensión afilada y dura como el acero de las diferencias entre éxito y fracaso, que implica, como la noche y el día, la dualidad entre vidas precarias y abandonadas y vidas rutilantes, sin esa amplia franja en la que diversos roles son posibles sin que se destruya el sentido de intimidad con el que los seres humanos vinculan su dignidad y su secreto.

El filósofo ibérico-holandés Baruch Spinoza localizó en el miedo y la esperanza los sentimientos básicos de la vida social y argumentó que la vida del Estado surge para organizar estos dos sentimientos, de tal manera que ofreciera garantías de ayuda recíproca ante las inevitables catástrofes. Allí todavía regía el pensamiento de que existía la naturaleza. Hoy, cuando las catástrofes psíquicas son todavía más abundantes y destructivas que las naturales, todavía comprendemos la verdad de estas intuiciones. Bien que lo experimentamos cuando apreciamos ese cuidado a las víctimas y sus familiares que sólo el Estado puede ofrecer, y no tenemos palabras para agradecer a Francia el ejemplo que ha dado al mundo (esa es la Francia imprescindible, la que necesitamos). Pero la forma en que estamos construyendo la vida social está cambiando las cosas. Ésta se está convirtiendo en una fábrica ingente de miedo porque está significando con cada vez con más frecuencia una única tirada a una única moneda en la que no hay reversibilidad ni segundas oportunidades. Esa inflexibilidad es la que nos obsesiona y nos hace creer que un rol social es algo a vida o muerte. El síntoma de que ni siquiera estamos en condiciones de comprender lo que pasa lo ofrece el caso de Lubitz. Por todas las televisiones se proclama un misterio, el motivo por el que hizo lo que hizo. No hay tal motivo. Era una existencia insana y enferma, por mucho que no llamara la atención en una sociedad distraída. Y lo terrible es que nadie con autoridad social ni siquiera pudiera hablar con él sobre ese asunto en el que tanto le iba y nos iba.