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El descanso

Cuando la nube se instala en el centro del ojo, aparece en medio de la realidad un boquete, un agujero negro que quizá conduzca a dimensiones sin explorar. Hay días en los que el dolor no duele, como hay días en los que el alcohol no embriaga.

Salgo de la cama con una ligera nube de dolor a la altura del ojo derecho. La nube se encuentra fuera todavía, como un bulto del tamaño y la forma de una lenteja. La percibo como una sombra que en pocos minutos rozará la superficie del globo ocular para ir penetrando luego, poco a poco, en él. Me meto en la ducha, salgo de ella, me afeito, desayuno, consulto el móvil, me ato los zapatos, observo el cielo desde la ventana y la nube sigue todos mis movimientos. Me siento frente al ordenador y escribo que me he levantado con una ligera nube de dolor a la altura del ojo derecho. En ese instante, noto que la nube ha traspasado la frontera del ojo, como cuando la Luna, al comienzo de un eclipse, se interpone entre el Sol y la Tierra. La franja del ojo ocupada por el dolor es todavía muy pequeña, pero el eclipse será total en tres o cuatro horas.

Me tomo un ibuprofeno preventivo y desde la lasitud que me produce dedico el resto de la mañana a observar el progreso del dolor. Procuro no hablar, no moverme, no leer, no escribir, para no acelerarlo. Cuando la nube se instala en el centro del ojo, aparece en medio de la realidad un boquete, un agujero negro que quizá conduzca a dimensiones sin explorar. Hay días en los que el dolor no duele, como hay días en los que el alcohol no embriaga. Hoy es uno de ellos.

Ya por la tarde, con esa lenteja instalada en el centro del ojo, tomo un taxi y voy al aeropuerto, pues he de volar a San Sebastián por razones de trabajo. Tras pasar por facturación y como, según mi costumbre, he llegado con mucho tiempo, me acomodo en la barra de un bar y me tomo un gin tonic, también preventivo, con otro ibuprofeno. La ginebra me sabe a regaliz, de modo que embarco con ese sabor, como si tuviera la garganta de un niño en el cuerpo de un adulto. Alcanzados los 10.000 metros de altura, echo el respaldo hacia atrás, cierro los ojos y me dedico a observar el dolor, que, siguiendo el curso del eclipse, ha emprendido la ruta de salida por el extremo opuesto al que entró. Entonces me quedo dormido hasta que aterrizamos y al abandonar el avión soy otro. Como si hubiera descansado doce horas seguidas.

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