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Lolita

Hora es ya de que elevemos definitivamente al rango de grandes actrices a Lolita Flores, a la que pronto habría que llamar Lola, del mismo modo que Conchita Velasco pasó a ser Concha, no en función del paso del tiempo, sino de la madurez artística. Claro está en el caso de Lolita González Flores, tal vez haya que persistir en el diminutivo para evitar la coincidencia onomástica con su madre, la nunca olvidada Lola Flores.

Lolita pues, Que así, escuetamente, fue como comenzó en la canción, hace años, aquella muchachita menuda, de tez morena, cabellera caudalosa y ojos vivaces, cuando sonaba en su voz húmeda de nostalgias un ondulante Amor, amor. Una voz que fue ahondándose hasta alcanzar a darnos la mejor versión de Mediterráneo, el buque insignia sonoro de Serrat.

Sin embargo, en Lolita Flores había más, mucho más. Dejó bien patentes sus dotes interpretativas en Rencor, buena película que dirigió Miguel Albaladejo, si mal no recuerdo. Vino después su debut teatral con Ana en el trópico, una obra que valió el Premio Pulitzer por vez primera a un autor hispano, Nilo Cruz. Y que brindó la revelación escénica de una Lolita con nervio y expresividad intensa, que presagiaban una sólida carrera. Ha valido la pena esperar algunos años para saludar su vuelta al escenario como un hecho sobresaliente del acontecer teatral.

Sólo se ha necesitado en escena el banco desgastado de cualquier rincón urbano y una simple guirnalda de bombillas para evocar la Plaza del Diamante, la hermosa novela de Mercé Rodoreda. Allí, sentada en ese banco, está Lolita convertida en la inolvidable «Colometa», «humilde pero no humillada», como ha dicho Marcos Ordóñez. Es la mujer sufrida, zarandeada por la vida que ella va contándonos mientras las manos descansan mansamente en el regazo o rebuscan el pañuelito en la manga de su rebeca, como si recurriera al único compañero. En algún momento su cabeza inclina, abatida, y los párpados se entrecierran apesadumbrados, para abrirse y relumbrar al recuerdo de los pocos instantes felices. Sobriamente, pero con veracidad sobrecogedora, despierta la emoción, sacude las conciencias. Hacia el final, «Colometa» se alza, vuelve a la Plaza para aullar al aire las tristezas y miserias tantos años ahogadas. Su boca se abre y el grito desgarrador brota... en silencio. Nada suena. Creemos escucharlo sin oírlo, estremecidos por el mismo dramatismo contenido, penetrante, que marca toda su interpretación. El Teatro Talía, abarrotado, se puso en pie con ovación unánime. La Plaza del Diamante, en excelente adaptación de Joan Ollé y Carles Guillén, es la consagración de una gran actriz: Lolita Flores. No se la pierdan.

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