Sí quiero pagar impuestos. Ahora que en España vivimos un aire de regeneración colectiva y estamos cansados de corrupción, no debemos ser hipócritas. La regeneración del país no solo debe afectar a los políticos, tenemos que regenerarnos cada uno de nosotros. Si anhelamos una sociedad en la que nuestros mayores sean atendidos como se merecen, si aspiramos a mantener uno de los mejores sistemas sanitarios públicos del mundo, si nuestro interés radica en fomentar el trabajo, si queremos contar con infraestructuras modernas, si esperamos que nuestros jóvenes no sean una generación perdida, los primeros que debemos contribuir somos cada uno de nosotros pagando los impuestos y financiando a la colectividad. La sociedad del bienestar la construimos entre todos, no solamente con ideas.

A todos nos suena demasiado la cantinela de «con IVA o sin IVA». Pagar sin contribuir supone colaborar en la destrucción de empleo. Con los impuestos proporcionamos ingresos al erario, redistribuimos las rentas e incentivamos la economía. Cuando eludimos impuestos, estamos contribuyendo al estado del malestar. La cultura de «cuantos menos impuestos, mejor» ha cercenado muchas de nuestras posibilidades de crecimiento.

En los albores del Reino de Valencia, en 1251, los ciudadanos contribuían a la limpieza de la ciudad, a la monda de las acequias, a la creación de muros y valladares; todo ello con cargas por los bienes inmuebles. La lucha contra inundaciones y pestes también se sufragaban con impuestos, así como las visitas reales y fiestas. El vino, el aguardiente, el aceite o el trigo tenían cargas. El pescado, que se consideraba el alimento de los pobres, soportaba menores tasas que la carne. Desde siempre el tabaco tuvo un fuerte gravamen. Los que conducían mercancías debían pagar por caballo y los dueños de las barcas por atracar y desembarcar. En 1347 se gravó la exportación de la seda para satisfacer los gastos que ocasionaba la defensa contra los piratas.

La Iglesia Católica ha contribuido al cobro de impuestos. En 1648 se acudió a esta institución para que ayudara a que hubiera menos defraudadores, instando a que se considerara pecado mortal el hecho de no pagar los impuestos. Ya santo Tomás nos da una visión muy clara al respecto: el impuesto es lícito si se ordena al bien común, solamente se debe gravar al que tiene capacidad económica suficiente y las cuantías de los impuestos deben ser adecuadas. Recientemente, el papa Francisco nos alertaba de que es un pecado gravísimo pagar salarios en negro. Devolver el color al dinero es tarea colectiva, no podemos exigir todo al Estado y a la vez defraudar o intentar sortear el pago de impuestos que son el precio que pagamos por una sociedad moderna y cohesionada. Sería deseable que poco a poco vayamos cambiando nuestra mentalidad defraudadora y asumamos cada uno de nosotros la obligación y el deber de contribuir sin trampas al desarrollo social.

Es fantástico que seamos uno de los países con mayores donaciones de órganos, es genial que cooperemos con ONGs como Médicos sin Fronteras o Cáritas. Pero más importante es ser solidarios con nuestros conciudadanos. El dinero negro, los defraudadores, las dobles contabilidades, aquellos que piratean el trabajo de otros en internet o los capitales sacados a paraísos fiscales se han llevado por delante demasiados puestos de trabajo. Es misión de todos restablecer la sensatez y cambiar nuestra egoísta mentalidad creando una nueva cultura del impuesto para hipotecar menos a las generaciones venideras.