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El mirlo

La fuente de nuestro conocimiento es siempre un agujero al que, para mayor abundancia, nos hemos asomado con un solo ojo. Es cierto que hay microscopios de dos, pero son relativamente recientes.

El mundo es una gigantesca pantalla de cine, una gran sábana en la que los sabios efectúan pequeñas incisiones o heridas por las que se asoman a la realidad real. Mientras las personas normales nos engolfamos en la película, los científicos intentan averiguar lo que sucede detrás de las imágenes. Ahora que caigo, esto que digo es un poco como lo de la caverna de Platón después del cine. Si Platón hubiera nacido a principios del XX, tal vez hubiera utilizado esta analogía para contarnos los desacuerdos entre la apariencia y la realidad, entre el mundo de las ideas y el de las cosas. Significa que ahora mismo estoy plagiando con efectos retroactivos (o anticipados, vete a saber) al filósofo griego. Para compararse con las grandes figuras de la humanidad basta con una cultura de andar por casa. Fíjense en mí.

Pero íbamos al asunto de las ranuras, de las grietas. Si de pequeños utilizábamos el ojo de la cerradura para acercarnos a las misteriosas y jadeantes actividades que se sucedían en el dormitorio de papá y mamá, ya de mayores hemos podido comprobar que los descubrimientos que han modificado el curso de la historia se nos han revelado también a través de un agujero. ¿Qué es, si no, el microscopio? ¿Qué, el telescopio? La fuente de nuestro conocimiento es siempre un agujero al que, para mayor abundancia, nos hemos asomado con un solo ojo. Es cierto que hay microscopios de dos, pero son relativamente recientes.

A los grandes poetas, a aquellos que se acercan a lo esencial, a los que rozan con la superficie del pensamiento el otro lado de la pantalla, no nos queda otro remedio, para comprenderlos, que leerlos

entre líneas (también ellos escriben entre líneas). He ahí otra forma de orificio, de brecha, de boquete, por el que nos asomamos a la realidad real: el que se produce entre los surcos de un texto, entre los espacios de las palabras o las zonas huecas de las letras. Al asomarnos al ojo de cerradura de la o, podemos adivinar el origen del abecedario. Ese pájaro negro (¿un mirlo?) que ahora mismo atraviesa el aire frente al gin tonic que te tomas al aire libre es, más que un volumen, uno de esos agujeros por los que nos asomamos a la vida.

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