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Jesús Civera

Listas renovadas

Cronistas, analistas y algunos concupiscentes artesanos del politiqueo glorifican la unanimidad: Fabra ha abierto el PP a la renovación, ha dispuesto el cambio y ha ofrendado a la calle el nuevo rostro del partido bajo el Olimpo de las listas. Se diría que se ha nutrido del «espejo social» de Balzac. Lo que me pide la calle se lo doy, porque soy su reflejo y admiro su mandato. Las listas de Fabra, en general, parten de esa reproducción social a pequeña escala en la que hoy habitan todas las formaciones políticas, sabedoras de que los instrumentos de expresión social están en crisis y que los partidos -si lo son de verdad- han de mudar su piel y su alma para conectar con la voluntad del tiempo. O eso, o la inmolación. Visto así, el esfuerzo de transformación de Fabra carece de importancia, o bien se diluye ante las inmensas fuerzas suprapolíticas que exigen una variación en el rumbo. Pero si Fabra no hubiera alterado las agujas de la brújula, pasmado en el inmovilismo, estaríamos llamándole loco. Lo ha hecho por pura biología y también por pura creencia: ambas cosas no tienen por qué diferir. Al menos, no se ha dejado acariciar por esa pulsión romántica que algunos preferían a costa de enfocar, enalteciéndolos, los delirios clásicos, en su vertiente añeja.

Un «nuevo PP», por imperativo social, sí. Como en todo, una parte de «culpa» de esa figura apolínea y postvanguardista que ha adoptado el PP la tiene Fabra. La otra se debe a la interpelación estridente de la circunstancia política, que, en definitiva, no deja de ser una idealización (una idealización avasalladora). Todos los partidos han sido hechizados por el nuevo relato, y todos se arrodillan ante la inquietante moda. Los recientes, como Podemos, son en sí mismos la consagración del nuevo diseño: de la nada a la existencia. Los tradicionales se han resituado a base de fármacos y cirujías y en medio de intereses contradictorios. Lo sustancial es cumplir el objetivo, en todo caso.

En el caso del PP, la lectura es circular. Como el novelista, al que asombra el resultado final del relato porque ha escapado a su control, Fabra hizo volar el axioma de la renovación y cada barón lo ha atrapado, interpretándolo a su manera. Moliner ha elegido a los alcaldes tras la difícil transición fabriana (de don Carlos), Rus ha mediatizado las casillas en la reserva de la lista de Valencia y Císcar ha ocupado el territorio y el castillo entero sin conceder tregua a la melancolía, y tampoco a las lanzas que se alzaban al otro lado de la muralla. Es una teología de la renovación sin mística, la de Císcar. En realidad, Císcar es uno de los pesos pesados de este PP postvanguardista. La trilogía se completa, sabido es, con María José Catalá e Isabel Bonig. Císcar ha situado un ejército en las Corts porque Madrid le ungió el día en que elevó también a Fabra: aquel bautizo le ha permitido marcar una autonomía con los únicos límites del credo fabriano. En caso de derrota -en el postPP que salga del 24M- es uno de los mejores situados para coser los retales. Las otras opciones, Catalá o Bonig, forman ya un género propio en la literatura «pepera». Son como un no ser, estando. O como la rosa de Josep Pla, que para alcanzar la perfección, debía ser comestible. Ahora bien, si Fabra gobierna, la guadaña metafísica estilo Bergman tal vez legue trazos sanguinolientos reales. Qué curioso. El 24M va a conformar el destino de muchas vidas. Quizás demasiadas, si bien se mira.

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