Quién no tiene algún secreto? ¿Qué persona o grupo no guarda celosamente, escondido hasta de sí mismo, este o aquel capítulo menos presentable de sus vidas? La pedagogía de la democracia incluye ir rompiendo la opacidad de la vida pública pero hay que recordar tres o cuatro obviedades para que la gente no se enfade demasiado con las cosas que pasan y sepa como reaccionar. La primera obviedad es que el poder, todos los poderes, aspiran, por una parte, a definir la realidad sobre la que actúan y, en segundo lugar, a controlar la información sobre si mismos. Nos pasamos la vida escuchando versiones autorizadas y echando de menos contraste, autocrítica de los distintos poderes que nos controlan. La lealtad grupal, según ellos, incluye el no disentir, por lo menos en público, y en la mayoría de los grupos hay una ley del silencio, una omertá explícita o implícita que tiene todas las versiones, desde los juramentos mafiosos a la discreción burocrática.

El secreto forma parte de la estrategia empresarial incluso con versiones dolosas que van desde quitarle los clientes o los empleados al competidor sin que se entere éste, a maquillar las declaraciones fiscales. Porque el secreto es una virtud consustancial a la organización. Como confesaba hace poco un viejo funcionario, sólo los discretos hacen carrera en las burocracias. Sin secretos no funcionan la Iglesia, ni los bancos, ni, por supuesto, los ejércitos. Precisamente los secretos que nos traen en vilo últimamente tienen bastante que ver con la solidaridad marcial.

El arte de la guerra incluye el secreto y su antídoto, el espionaje. La colisión entre el interés militar y el informativo originó la regulación de la información política en la época de la guerra fría, cuando el Congreso de Estados Unidos creó la fórmula de la clasificación de la información que, en un principio, no fue sino una autorización para impedir que los secretos, primero los militares y luego los industriales, políticos conexos con ellos, cayeran en manos hostiles aprovechando la libertad de expresión del mundo libre. Esa regulación incluye la pérdida del carácter secreto de los documentos clasificados a partir de cierto tiempo y gracias a ello nos estamos enterando hoy de que funcionarios militares y civiles americanos usaron ese privilegio para ocultar acciones ilegales, violaciones de derechos humanos, incompetencias y errores de bulto y hasta cuestiones sin importancia que el interés o el capricho del clasificador tenía a bien hurtar del conocimiento público.

Con el declinar de las contiendas armadas se ha producido un clamor contra los secretos oficiales por considerarlos intrínsecamente contrarios a la democratización del poder político y, poco a poco, se va logrando que la opinión pública y, por supuesto, la inquisición judicial tengan acceso a las marrullerías de los políticos disfrazadas de secretos patrióticos. La última regulación de la información policiaca del espacio europeo incluye mecanismos de control democrático, algo que no parece gustarle a la Guardia Civil española que, de momento, no quiere compartir sus archivos con los centrales, lo cual le priva, naturalmente, de acceso a ellos. Y es que el poder, incluso el poder democrático, tiende a la opacidad por la sencilla razón de que gobernar sin controles y sin exposición a la información, es mucho más cómodo, a la vez que menos arriesgado personalmente.

Las nuevas técnicas de comunicación audiovisual favorecen el acceso a la información pero también su mejor control y muchos diálogos de poder se producen hoy sin dejar rastro escrito. Incluso persiste ese morbo psicológico consistente en compartir cosas que la gente común no sabe y hay quien sostiene que uno no entra realmente en los circuitos del poder hasta que no comparte secretos con la gente verdaderamente importante que lo son precisamente por ello.