Durante estos días hemos visto pasar por los tribunales o las comisarías a símbolos indiscutibles de los dos grandes partidos. Por un lado, Chaves y Griñán acudían al Supremo como los máximos dirigentes de la política andaluza en los últimos 23 años, intentado defender lo indefendible. Ese vergonzante desfile de ex altos cargos socialistas ha estado amparado por las supuestas líneas rojas que el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ha tenido que volver a trazar. Hasta ahora, parecía que la imputación era la que determinaba la exigencia de responsabilidad en la esfera pública, pero sin embargo, los dos expresidentes autonómicos parecen encontrarse en un extraño limbo de preimputación, como si más allá de un ilícito penal nadie pudiera exigirles algo tan sencillo como la llamada culpa in vigilando o la culpa in eligendo de los colaboradores más próximos que ellos nombraban.

Esto, que hubiera sido suficiente para cubrir infinidad de titulares, ha quedado sepultado por la detención y puesta en libertad de Rodrigo Rato, acusado de fraude, blanqueo y alzamiento. El que fuera vicepresidente económico, ministro de Economía y director del Fondo Monetario Internacional, hombre fuerte del PP y al que muchas quinielas apuntaban para suceder a José María Aznar, parece que ha caído en absoluta desgracia desde su paso por Bankia, las acciones preferentes, las tarjetas black, el pago de supuestos sobresueldos a directivos de Caja Madrid, y ahora, la regularización a la que se acogió durante la última amnistía fiscal.

Mientras todos ellos intentan dar explicaciones ante los tribunales, y sus partidos dicen no conocerlos o aluden a principios democráticos elementales, como que «la justicia es igual para todos», da la sensación de que los ciudadanos empezamos a ser permeables a estos casos. Lo ocurrido en las elecciones de Andalucía, donde el bipartidismo ha ganado frente a las voces críticas, o lo que señalan las últimas encuestas respecto de unos populares que seguirían siendo la fuerza política más votada en España, dan muestra del escaso impacto social de la corrupción. No es que no siga siendo la segunda preocupación del país, conforme a los datos del CIS, pero cuando los que se sientan hoy en el banquillo fueron en el pasado puestos como ejemplo, investidos doctores Honoris Causa o nombrados todos los cargos posibles dentro sus partidos y en el gobierno, no cabe duda de que empezamos a percibirlo como un mal endémico a la política y que carece de solución, por muchas líneas rojas que se aprueben.