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Los pequeños pasos

En política nada hay más sospechoso que los partidos que ofrecen respuestas definitivas a problemas complejos. Por lo general, esa dureza oculta no sólo la escasez de ideas, sino también una falta de coraje auténtico. Los discursos de campaña recurren a la hojalata del tópico, al verbo fácil que pretende enmascarar sus limitaciones. Se elige un chivo expiatorio y se le atiza con ganas, ya sea el inmigrante, la casta, el gran capital o el funcionario. Los argumentos se engarzan con una lógica falsamente inapelable, como tres o cuatro brochazos para cubrir ese vacío.

De hecho, la sociedad es un organismo tan complejo que nadie, y mucho menos los politólogos, sabe exactamente cómo funciona. ¿Cuáles serán los efectos reales, dentro de un tiempo, del quantitative easing que han lanzado los principales bancos centrales a escala mundial? Hay teorías de todo tipo, pero honestamente nadie cuenta con una respuesta cien por cien fiable. ¿Las potencias occidentales han cometido un error al pactar con Irán o es Israel quien falla en su análisis al desconfiar del régimen chií? Sabemos que el futuro de un país depende en gran medida de su capital humano, pero ¿cómo lograremos mejorar la educación de nuestros hijos? ¿Disminuyendo la ratio de alumnos por clase, como defienden los sindicatos, a pesar de que la evidencia científica dista de ser concluyente al respecto? ¿Invirtiendo en la preescolar, en los padres, en la formación profesional o en modelos de gestión semipública como la concertada? ¿Es la burocracia la que limita el desarrollo europeo o es la falta de solidaridad entre los Estados ricos del área germánica y los pobres de la periferia? ¿Por qué lo que funciona con relativa eficacia en un determinado país no puede trasplantarse con éxito a un país vecino? Los ejemplos serían innumerables.

Dudar no es lo mismo que mostrarse indeciso. Un político que duda equivale a un gobernante consciente de sus limitaciones; un político indeciso, en cambio, siembra el fracaso. La duda constituye un activo; la indecisión, no. Hay políticos con discursos modernos y brillantes, como Rodríguez Zapatero, que han bordeado el ridículo durante su estancia en La Moncloa; y hay otros, grises y aburridos, que han cerrado con relativo éxito sus legislaturas. No existen fórmulas magistrales, más allá de evitar encerrarse en los prejuicios ideológicos y no ceder a la demagogia fácil de un vendedor de crecepelo. Puestos a elegir, un cierto carácter introspectivo en los gobernantes acaba beneficiando al conjunto de la sociedad.

Ahora que se acercan las elecciones autonómicas y municipales, conviene que nos hagamos algunas preguntas: ¿en quién confío? ¿Confío en los partidos que, al parecer, se han financiado ilegalmente durante décadas? ¿Confío en los que quieren romper el Estado, en nombre de un edén identitario? ¿Confío en los falsos visionarios que prometen regalarnos soluciones para todo? ¿Confío en la estabilidad o en el aventurismo de la fragmentación parlamentaria? ¿Confío en los que pretenden transformar por completo el sistema o en los que aspiran a ajustarlo mediante un reformismo moderado? ¿Confío en las promesas inalcanzables o en los que plantean un debate electoral a partir de los costes y de los beneficios? ¿Confío en los candidatos concretos o en la marca de los partidos? ¿Puedo, en realidad, depositar mi confianza en alguien o votar en blanco supone la mejor crítica a la mediocridad imperante? Al final, ejercer la democracia pasa por reconocer que la utopía es el peor adversario del progreso. Los pequeños pasos nos conducen más lejos que las grandes zancadas. Y la duda no nos hace más frágiles, sino sencillamente más honestos.

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