Ha sido un día agotador, así que decido contemplar obras de arte en plan terapia reparadora. Conviene echarse unas risotadas después de aguantar tantas hormonas en el aula. El arte sana, asegura Jodorowsky, y no le falta razón. La vida sería muy insípida y enfermiza sin personajes como Ripollés y Tàpies. Sus divertidas esculturas sirven de acicate para levantarse de la cama, pues, si ellos gozan de prestigio, ¿quién teme la utopía? La obra de ambos deviene sacralizada, Dios sabe el porqué. Todo es posible, ya ven.

Alguien dirá que son gente «reputada». O que llegaron «lejos». Pero, ¿qué significan estas extrañas palabras? También dirán de Rajoy que llegó lejos, cosa en parte tan cierta como falsa. ¿Y esa fuga de cerebros que viaja a otros países para ganarse el pan? ¿Ha llegado lejos? ¿Y dónde queda su reputación? Volviendo a Ripollés y Tàpies, gozan de un extraño e insólito «reconocimiento social». La realidad desentona con esa inexplicable teoría de la lejanía, cuyo mensaje expresa „o no„ un lenguaje figurado. Tàpies o Ripollés trascienden lo metafísico, pero no por su valía, sino porque, justo al contrario, consiguen desbordar el sentido común, el criterio estético y la lógica mundana. Su ejemplo desvirtúa conceptos consolidados en el imaginario colectivo.

A veces sospecho de cierta conspiración. Quizá los artistas cuenten con una mafia organizada clandestina que coordine su trayectoria: «Le toca el turno a Ripollés, así que nos toca ensalzarlo y luego consensuaremos el valor de su obra. Para conseguir que una escultura suya cueste 300.000 euros repetiremos cual mantra que su estilo deviene en género inclasificable». Así se inicia la mercadotecnia artística. Los críticos de arte y el aeropuerto de Castelló se encargarán de lo demás. Un atuendo extravagante dará al «genio» el toque distinguido. Al menos algunos reímos y gozamos con este esperpento revestido de arte. ¡Y qué arte! O mejor, ¿qué arte?