Hagámonos una pequeña confesión. Admitamos que nos deja indiferentes la noticia del enésimo naufragio, de la enésima catástrofe. La copiosa violencia cinematográfica nos ha embotado la sensibilidad y el excesivo bienestar nos ha hundido en el materialismo; nos hemos vuelto muy egoístas, y ante las atrocidades cometidas en tantos lugares y el silencio perpetrado en tantos otros nos escondemos puerilmente bajo la sábana de la impotencia. Puedes convenir conmigo en ello con toda tranquilidad porque aquí, mientras vas leyendo con aire distraído mi artículo, nadie de los que ves a tu alrededor te lo notará.

Confiésalo, pues: las últimas tragedias no te importan lo más mínimo. Y si albergas alguna duda, compara el efecto que te ha producido conocerlas con la vinagrosa contrariedad que te causaría descubrir una raya en el coche o una corcova en la puerta del garaje. Tengo la certidumbre de que asentirás, aunque no debes preocuparte si en ese momento algún allegado te pregunta por qué lo haces: posees una variada colección de pretextos y eres ducho en esgrimirlos. A mí también me ocurre, así que aceptémoslo juntos y avergoncémonos aquí, en la intimidad que nos proporciona esta conversación diferida.

?Porque tal vez la vergüenza nos permita descubrir un ventanuco por el que atisbemos que no es imposible hacer algo contra tanta barbarie; intuir que, a pesar de nuestra pequeñez, nada nos impide hacer un esfuerzo para dolernos del sufrimiento que contemplamos, para empatizar con los millares de fugitivos que perecen mientras huyen del terror de la sinrazón y la brutalidad. La compasión que sintamos al ponernos en su lugar, aunque no nos lo parezca, será una forma de hacer algo, porque nos rehumanizaremos nosotros y porque nuestro dolor tendrá, seguro, a nivel sobrenatural, otros efectos cuyo mecanismo no alcanzamos a comprender, pero que comienzan por salvarnos a nosotros mismos del naufragio apático en que perecíamos.