Uno de los déficits endémicos del funcionamiento de nuestro régimen democrático es el reiterado incumplimiento por los partidos políticos de los contratos electorales que suscriben con los ciudadanos, en las muchas elecciones que se celebran en España. La relación de incumplimientos es tan larga como la de los comicios electorales celebrados en España desde 1977. Y no debiera ser así. Los contratos electorales deben ser cumplidos y, en caso contrario, los ciudadanos deben utilizar el poder que les otorga la Constitución desalojando del poder a los incumplidores. No estaría de más concebir alguna reforma constitucional futura que permitiera la intervención de los ciudadanos a lo largo de la legislatura cuando los incumplimientos fueran flagrantes.

Cuando los partidos políticos obtienen mayorías absolutas que les permiten gobernar en solitario, el incumplimiento del contrato electoral por el vencedor en las elecciones no tiene justificación. Sólo son admisibles los incumplimientos parciales de los programas electorales cuando un partido político para gobernar, al no obtener la mayoría absoluta, necesite pactar, o cuando surjan circunstancias excepcionales imprevisibles. Sin embargo, los incumplimientos de los programas electorales en España no se han producido por las razones antes expuestas. Al contrario, parece evidente que los partidos políticos, en particular los que han ejercido el poder, se han instalado desde hace décadas en una suerte de populismo. Y no parece que a los españoles nos importe demasiado ni el populismo ni que los contratos electorales como consecuencia del mismo se incumplan, a tenor de los resultados electorales de los últimos 38 años. Es como si los ciudadanos estuviéramos justificando ese modo de proceder, nada virtuoso, de los partidos españoles que incumplen sus compromisos de modo sistemático. Pero no debería ser así, los ciudadanos deberíamos penalizar severamente a los que incumplen sus programas electorales, a los que mienten reiteradamente, así como a los que no han sido capaces de afrontar y resolver los problemas de los españoles durante sus mandatos.

El obstáculo más importante para que los contratos electorales se cumplan, aunque no el único, es que no suelen ser realizables; es el populismo a que antes nos referíamos, que debiéramos ser capaces de detectar y erradicar. Pero la historia demuestra que nos dejamos engañar por promesas de arcadias felices en que nuestras obligaciones serán pocas y nuestros derechos crecientes. Sin ir más lejos, los partidos políticos españoles han comenzado a anunciar sus ofertas electorales, y muchos coinciden en prometer la reducción de impuestos, el incremento del Estado del bienestar, la desaparición del desempleo, el contrato laboral único e indefinido, importantes indemnizaciones por despido, sueldos para todos sin necesidad de trabajar, gasto social creciente y un largo etcétera de los grandes beneficios que obtendríamos si les votáramos. No estamos oyendo ni leyendo, salvo excepciones, una sola palabra sobre los sacrificios que debemos hacer, y las dificultades que deberemos superar para salir de la crisis y para situar a nuestra economía entre las más eficientes de occidente. Tampoco estamos oyendo, ni leyendo, las cuentas claras sobre gastos e ingresos públicos en que se soportan las ofertas electorales que comienzan a circular. Claro está, cómo van a poner los partidos políticos negro sobre blanco sus propuestas de cuentas públicas si la inmensa mayoría propone un crecimiento espectacular del gasto público y, a la vez, una reducción sustancial de los ingresos públicos.

Los ciudadanos españoles que vamos a participar en elecciones locales, autonómicas y generales en este año 2015 no deberíamos sucumbir a la orgía de ofertas electorales que se avecina. Deberíamos exigir que en las campañas electorales se nos diga lo que se quiere hacer y con qué medios humanos y financieros, así como su compatibilidad con la Constitución y con nuestros compromisos europeos. Los que pretenden gobernar deben decirnos cómo estamos, cuáles son nuestros puntos fuertes y débiles y cómo se proponen abordarlos en los distintos niveles local, autonómico y estatal para que nuestro crecimiento sea sostenible y equilibrado, y salgamos definitivamente de la crisis económica que padecemos, dando así respuesta a la preocupación principal de los ciudadanos españoles.

No acaban en los económicos los problemas de los españoles, de manera que debemos exigir claridad a los partidos políticos sobre sus proyectos sobre el Estado de bienestar (y en particular de la sanidad, la educación y las pensiones); sobre sus proyectos reindustralizadores, si es que los tienen; sobre sus proyectos para atraer inversiones extranjeras; sobre sus proyectos en materia de ciencia e innovación; sobre sus proyectos para poder atraer a nuestro país a los jóvenes que han tenido que emigrar en los últimos años; sobre sus proyectos para erradicar la marginación y la pobreza; sobre sus proyectos de reforma de la Constitución; y el modo en que van afrontar otros tantos problemas de igual o mayor relevancia cuya relación es bien conocida.

Y para ello es preciso que los partidos políticos lleven a a cabo un ejercicio que deben compartir con los ciudadanos. Es necesario que identifiquen con claridad los problemas que tenemos, como una fase previa para resolverlos. Pero este método elemental que utilizaría cualquier buen padre de familia es considerado en la actualidad políticamente incorrecto, pues se ha llegado a considerar que decir la verdad no da votos, sino que los aleja. La contienda electoral se sigue produciendo en un ambiente tosco, primitivo, en que pareciera que los líderes políticos estuvieran permanentemente en un plató de televisión. Mensajes breves a los ciudadanos que evitan toda reflexión, insultos y descalificaciones a los contrarios, el permanente «y tú más» que aproxima el debate electoral a algo parecido a las riñas barriobajeras.

Si lo descrito vuelve a suceder, será la responsabilidad de los ciudadanos. Pues nadie nos obliga ni a oír ni a votar a los que nos toman por idiotas. De la misma manera que no es aconsejable firmar un contrato hipotecario sin leerlo y sin leer su letra pequeña, no es tampoco aconsejable votar a un partido político sin conocer a fondo su oferta electoral, su letra gruesa y su letra pequeña. Y si ni siquiera se presenta un contrato electoral en condiciones, deberíamos dar la espalda a esos partidos, borrarlos del panorama electoral español. Nuestro sueño sería que los partidos españoles fueran sinceros y honestos, alejados de toda tentación de populismo estéril, capaces de ofrecer alternativas posibles en el mundo globalizado en que nos encontramos.