El desolador asesinato de un profesor sitúa sobre el tapete el debate en torno a la «violencia escolar», aunque, por insólito que parezca, este atribulado episodio en ningún término es representativo, ya que confluyen diversos aspectos difícilmente previsibles. Sin ánimo de simplificar „gesto usual en medios y amigos de la opinión liviana„ presagio que este trágico suceso en el IES Joan Fuster de Barcelona concierne a la esfera de infortunios inherentes a la complejísima naturaleza humana.

Preocupa tanta carencia de rigor intelectual, no sólo entre el público lego, sino también entre docentes, jueces, políticos y comunicadores. El filósofo Mario Bunge tilda de «mandalluvias» a esa tipología humana que, ante cualquier problema significativo, sugiere ideas calamitosas y nada entusiastas: «Esto es el fin del mundo», «Mano dura» o «¡Vigilancia, control, normas!». Estamos generando un caldo de cultivo que retroalimenta esos pensamientos arcaicos sintomáticos de temores e incertidumbres: en cada individuo habita una debilidad y ésa debilidad manifiesta un defecto. Ahora resurgen discursos apelando a una suerte de educación policial, revisión de la Ley del Menor, endurecimiento legislativo, ampliar el abanico de castigos y puniciones, etcétera.

Considero inaceptables estas medidas coercitivas. Al contrario, abogo por una educación auténticamente humana. Sometámonos a ejercicio autocrítico: ¿y si hubiésemos desvitalizado, desnaturalizado, el sentido radical de la educación? La introspección manifiesta una insólita cochambre educativa: que si apuntalar el inglés (el sainete de EpC y tal, ¿recuerdan?), que si la sacralización matemática u otras memeces de largo alcance, que si la idoneidad de implantar economía porque blablablဠEl debate nunca enfoca las raíces sistémicas. Al final resulta innegociable e inalterable la estructura piramidal de este sistema sin corazón, fin último de la educación. Desenfocado lo primordial, conviene replantearse: ¿para qué educar?, ¿qué metas se desean?

Este sistema educativo roba conciencia, reprime lo emocional y destruye la construcción de un alumno autónomo, creativo, talentoso. La nuestra es una educación del «no», de la prohibición, de la represión, del «porque lo digo yo». Ante tal percal, ¿quién conoce „en el sentido profundo del término„ la materia prima sobre la que trabajamos, a saber: los alumnos? Justamente esto imposibilita que comprendamos sus miedos, deseos, inquietudes, utopías, flaquezas€ El mísero patio de 20 minutos, por ejemplo, es lo más fructífero de cada jornada en tanto que metáfora social: ¿Cómo interactúan? ¿De qué hablan? ¿Cómo se socializan? El sistema, en cambio, reproduce una educación industrializada, insensible y patológica, propia de los trabajos en cadena que alienan al individuo de sí mismo. La educación debería solventar las infinitas fisuras sociales. A partir de ahí podría reconducirse el debate. Mientras tanto, nos desvelamos por macramés educativos. Y las violencias se nos cuelan en el aula.