Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ya nadie se plantea una arquitectura permanente. La frase es de Carme Pinós. Los arquitectos utilizan más materiales como el policarbonato cuya vida se estima en unos veinte años. Luego, o bien se sustituye la techumbre, las paredes, los cimientos, lo que sea, o se da el edificio en si mismo como ruinoso y se derriba. Hoy día nadie repara televisores, teléfonos móviles o lavadoras cuando se estropean. ¿Por qué no casas? Los trastos inútiles se tiran a la basura y se compra un nuevo aparato que durará, por lo general, lo mismo que la garantía. Obsolescencia programada se llama, si se quiere utilizar un lenguaje pedante, esa fórmula. Tomadura de pelo quedaría mejor.

Quienes se escandalicen ante la incorporación de los edificios a los bienes de consumo a corto plazo usar y tirar, como me sucede a mí, deberían pensar que no existe construcción eterna. Ni siquiera las pirámides de Egipto durarán para siempre y quien haya ido a Gizeh lo sabe. Pero una cosa es que la ley de la entropía creciente se imponga a la larga y otra usar para los edificios unos materiales que sabemos de antemano que se van a deteriorar en menos de lo que se tarda en pagar la hipoteca.

En realidad, cabría preguntarse si lo de las construcciones con fecha de caducidad no es un invento ya antiguo. Sucede con la aluminosis de las vigas de no pocas casas levantadas en la época del franquismo: ponen de manifiesto que llueve sobre mojado. Pero no hablemos de pecados tan remotos. ¿Es necesario recordar lo que le está pasando al recubrimiento del Palau de les Arts que hizo Calatrava en Valencia? Se le caen las piezas de cerámica. Las razones pueden ser múltiples: que el diseñador metiese la pata hasta el fondo; que quien hizo la obra usara materiales defectuosos para ahorrar costes; que las prisas hiciesen dejar de lado cautelas necesarias... Por no entrar en interpretaciones conspirativas y meter esos edificios de la Ciudad de las Artes y las Ciencias en la lista de los de muerte programada en el nacimiento. De ser así, habríamos alcanzado un récord. Sólo han pasado siete años desde que ese despliegue de modernidad se inauguró.

Si los edificios eternos son una utopía, habrá que plantearse cuál es la vida previsible que cabe exigir a cualquier construcción que pretende ser emblemática. Las casas y los palacios que nos llenan de admiración al ir a Roma, Viena, París o Londres cuentan con centenares de años a sus espaldas. Que haya que cambiarles las tejas, enlucir la fachada o cambiar algún que otro ladrillo es normal, pero nadie se plantea tirar sin más abajo, qué sé yo, el Royal Albert Hall o el Louvre. La eternidad en arquitectura debería medirse al menos en términos de siglos. Vaya mundo en el que estamos metidos si ponemos en unos miserables veinte años la fecha de caducidad.

Compartir el artículo

stats