La causa de una guerra puede ser bastante banal y curioso. La caída de Troya, cantada en la Íliada, se inició con el rapto de Helena, esposa de rey Agamenón por Paris, príncipe troyano. Un simple partido de fútbol provocó una guerra entre Honduras y El Salvador en 1969. Celos y rivalidades, sin embargo, no están presentes en algo tan puro como una aurora boreal que pudo desencadenar una guerra, y no una guerra cualquiera, sino la III Guerra Mundial. Nos situamos en 1962, en plena crisis de los misiles, instalados por la URSS en Cuba. Al borde de un conflicto nuclear. El 27 de Octubre, Charles Maultsby, capitán de la fuerza aérea norteamericana despega un avión U-2 desde la base de Eielson (Alaska) en dirección al Polo Norte para tomar muestras atmosféricas y detectar posibles detonaciones chinas y soviéticas. No puede utilizar la radio y las brújulas no funcionan tan cerca de los polos, de modo que Maultsby debe guiarse por las estrellas con un sextante. Pero la danza de luces anaranjadas de la Aurora Boreal le impide tener una visión clara del cielo. Decide regresar, pero pasan las horas y no llega a la base. Empieza a tener problemas con el combustible. En su intento de recibir ayuda, capta el sonido de una radio civil y lo que oye eran balalaikas: estaba en territorio soviético. Su presencia podría interpretarse como un ataque. Cambia de rumbo y finalmente puede aterrizar de emergencia cerca de la estación de radar de Kotzebue Sound, guiado por dos F-102 que le encontraron tras volver al espacio aéreo norteamericano. El incidente dejó bien a las claras el alto riesgo de un conflicto nuclear. Al día siguiente, Kennedy y Khrushchev llegaron a un acuerdo y las «Guovssahas», las luces que pueden oírse, han seguido bailando sin interferir en el destino de la Humanidad.