Ayer pasé junto a la higuera que está cerca de mi despacho y sentí una repentina alegría al ver los brotes que cuajaban sus ramas desnudas. No sé si se habrán fijado en las higueras en invierno, pues lo cierto es que no abundan como árboles ornamentales en nuestras ciudades, pero si tienen ocasión de disfrutar diariamente de una de ellas coincidirán conmigo en que son árboles majestuosos y protectores en primavera y tremendamente generosos en verano, cuando el regalo de los higos extiende su perfume sobre cuanto les rodea, pero también llegan a presentar un aire desolador, en especial en los primeros días del invierno, cuando sus hojas caen por completo y sus ramas extienden su desnudez allí donde otrora hubiese una locura de verdes. Ahora, las higueras renuevan su vestido y nos hacen soñar con la promesa de sus frutos y el paseante no tiene por menos que detenerse y mirar la felicidad que crece dentro de él ante tantas promesas y la confirmación, una vez más, del milagro de las estaciones.

Recuerdo el libro de Italo Calvino Marcovaldo: o sea las estaciones en la ciudad en el que su autor revive la sucesión de las estaciones en los lugares más insospechados de las ciudades y confieso que ha sido determinante para que no deje pasar la observación de tantas cosas que nos rodean y que dotan a la vida cotidiana de un relieve especial. Por eso, no quiero que se pierdan esos pequeños milagros vegetales que acompañan nuestra cotidianeidad y le aportan la sorpresa de los regalos de la naturaleza que se repiten cada año, cuando ya casi los habíamos olvidado.

Si es en los espacios abiertos de los valles o las montañas donde mejor se ofrece a nuestros sentidos la majestuosidad vegetal de la naturaleza, lo cierto es que en las ciudades, en medio del asfalto o el empedrado de las calles, agazapado en el alcorque, es donde mejor podemos apreciar el regalo de un ginko biloba que ha teñido todos sus abanicos de amarillo a la espera del otoño, que se los habrá de arrebatar, o el viraje del verde al rojo del liquidámbar y tantos otros milagros vegetales que se ofrecen al caminante como regalos de un día o de una estación. No lo duden, son inmensos regalos que corren el riesgo de pasar desapercibidos, pero si detienen por un instante su mirada, incluso sin detener su ajetreado paso, sentirán una enorme paz interior y la tranquilidad de saber que, a pesar de sus cuitas personales, de algún que otro disgusto o de una zozobra inquietante que quizás se estén apoderando de ustedes en esos momentos, hay cosas que no se detienen, que no se dejan doblegar por las circunstancias adversas, que nos recuerdan el paso de las estaciones y nos permiten anticipar en nuestra mente el goce de lo que habrá de venir.